EN FOCO  

Cine e identidad:

Representaciones visuales del “indio” en el cine ecuatoriano

Lourdes Endara Tomaselli

Resumen

Este ensayo explora el tratamiento audiovisual que se ha hecho de los pueblos indígenas del Ecuador desde los albores del cine nacional hasta la década de 1990. No se trata de analizar las representaciones socioculturales sobre el indígena en el audiovisual ecuatoriano, ya que esa tarea inmensa ha sido abordada con profundidad en trabajos académicos, especialmente los de Christian León (2010, 2015) y de Estuardo Novoa (2009), sino de indagar en el manejo del lenguaje audiovisual, específicamente en lo que se refiere a la puesta en cuadro y su resonancia en la creación de representaciones sobre los pueblos indígenas.

Palabras clave: Lenguaje audiovisual, Puesta en cuadro; representaciones; identidad.


Los “otros” puestos en cuadro

El interés de este artículo se centra en los aspectos formales del lenguaje más que en el contenido de las obras, porque –sostengo- es en la visualidad y sonoridad de una obra cinematográfica en las que se plasma la cultura (es decir las representaciones) de quien las creó; esa materialidad produce significados tan potentes como lo hace el contenido. Pero, a más de ello, la creación de imágenes y sonidos es un campo de disputa política, al igual que el de los contenidos, como señala Quijano (citado por Mora): “Las culturas dominadas serán impedidas de objetivar de modo autónomo sus propias imágenes, símbolos y experiencias subjetivas: es decir sus propios patrones de expresión visual y plástica.” (Mora 2014, 76)

Esas creaciones simbólicas, cuyo soporte material son las imágenes y sonoridades creadas en la producción audiovisual, se constituyen en referentes de identidad, tanto para quien las produce como para quien es representado. El espejo audiovisual refleja como el creador mira al otro, pero también permite que ese otro se vea y se vaya pensando a sí mismo como es representado.

A través del análisis de los aspectos formales, se pretende constatar que:

(…) o cinema implica formas de apropriação relativa do mundo; do ponto de vista de cada grupo social que se coloca como produtor das representações simbólicas em contradição a outros grupos. O cinema é um desses lugares que podem ser denominados de mundo das representações, “[...] em que homens lutam não apenas pelas riquezas materiais, mas também por ‘representações coletivas’” (Silva 2007: 124). (Nunez, Silva y Silva 2014, 15)

El ensayo se concentra en un conjunto reducido de obras cinematográficas seleccionadas luego de una revisión tanto de los estudios antes señalados, como de las obras mismas. Se seleccionaron obras que, a juicio personal, son representativas de un estilo audiovisual y que al parecer representan a un conjunto temático y temporal mayor. También influyó en la selección el acceso a los registros ya sea a través del internet o de copias en video. Aquellas obras que no han sido difundidas por estos medios, de hecho, quedaron excluidas de esta indagación.

La clasificación temporal no obedece a los parámetros más o menos generalizados acerca de la producción audiovisual en el país: cine primitivo (de inicios de 1990 hasta fines de la década de 1960); cine moderno (desde 1970 hasta 1990); y cine contemporáneo (1990 a la fecha). Se ha tomado solamente un lapso que va de 1924 a 1990, dividiéndolo en tres momentos, el primero de los cuales coincide con el llamado cine primitivo; los dos siguientes son una segmentación que corresponde a dos momentos de quiebre en el tratamiento audiovisual de las temáticas indígenas: 1980 y 1990 respectivamente. Las razones de eso que llamo quiebre se exponen en el apartado respectivo.

Christian León señala en su estudio “El documental indigenista en el Ecuador” (2010), “las representaciones de indígena son una constante a lo largo del siglo XX y XXI aunque su desarrollo se concentre mayoritariamente en el campo del cine documental.” Me atrevo a decir que la ficción y el documental sobre indígenas, es proporcional a lo que ocurre en el cine ecuatoriano en general, en el cual la ficción –por su complejidad, costos y elaboración- sigue siendo minoritaria. No se trata, a mi juicio, de que se hizo y hace más documentales sobre indígenas, sino que se hizo y hace más documental en general en Ecuador. Concuerdo sí con León en que la temática indígena es una constante en toda la historia de la cinematografía nacional y en general de América Latina: “As representações cinematográficas de indígenas vêm se configurando como fenômeno moderno e global crescente desde o início do século XX até o atual momento do século XXI segundo.” (Nunez, Silva y Silva 2014, 3)

No es tema de este ensayo reflexionar sobre el porqué de esa constante; sin embargo, vale la pena recordar que siempre los estados nacionales han pretendido levantarse sobre la homogeneidad cultural, intransigentemente cuestionada por la presencia de los pueblos indígenas en el caso latinoamericano. Esa presencia ha tratado de ser negada, asimilada, exterminada o invisibilizada, según la coyuntura política. Una forma de asimilación-negación del sujeto histórico ha sido la objetivación-cosificación etnográfica; otra forma ha sido la creación en imágenes-sonidos de un indio exótico, primitivo o miserable congelado en el tiempo. De esa construcción se hablará a continuación.

Primeras imágenes filmadas sobre indígenas: la representación visual de lo extraño en la obra de Crespi, Blomberg y Gartelman (1924 a 1970)

Resulta paradójico que el primer largometraje de ficción ecuatoriano haya hecho un acercamiento a la condición de los indígenas serranos, aun cuando su autor era un joven guayaquileño de un círculo social tan distante a la realidad de este grupo humano. “El tesoro de Atahualpa” (estrenada el 7 de agosto de 1924 en Guayaquil, primera obra de Augusto San Miguel), narraba la historia de “un joven estudiante de medicina que auxilia a un viejo indio quien le confía los planos y señales para encontrar el tesoro. (…) Por primera vez se filma la vida marginal del indio y se recupera la cultura andina” según el estudio de Wilma Granda (Pérez-Pimentel 2007). La preocupación por la realidad indígena acompañó la obra posterior de San Miguel. “Un abismo y dos almas fue una obra de cine-denuncia que pretendió sancionar a los “hacendados que, sin tomar en cuenta que el indio también es hombre, lo tratan como a un verdadero animal”. El autor se inmiscuyó de lleno en el tema de la explotación, aun corriendo el riesgo de repudio por parte de sectores acaudalados. (Granda Wilma, 1995: 88). Citada en (Novoa 2009, 49)

No existe ningún registro visual de la obra de San Miguel; sin embargo, una descripción tomada de la prensa de la época permite intuir el tratamiento visual hecho por el autor: “Una terrible escena de golpes y crueldades enerva la sangre del indio, al fin hombre, que lleva a la materia la rebelión y su brazo yergue un cuchillo vengador que rasga el corazón del malvado haciéndole pagar todas sus culpas”. (Novoa 2009, 50) Se podría suponer que la imagen combinó planos cortos del rostro frenético con los del cuchillo cortando la piel, pero lamentablemente nunca se podrá constatar la construcción visual de esas imágenes y leer a través de ellas el mundo simbólico del autor guayaquileño sobre los indígenas.

Este ejercicio sí se puede hacer sobre la obra de Carlos Crespi, sacerdote italiano de la orden salesiana, quien llegó al país para acompañar la obra misionera con el registro cinematográfico. Crespi, a más de reportajes sobre las escuelas y colegios en la sierra ecuatoriana, ingresó en 1926 a la Amazonía, para registrar la realidad de las misiones salesianas que se asentaban en territorio shuar. Su película “Los invencibles shuar del alto amazonas” (1927), es un trabajo hecho con dos camarógrafos: el italiano Carlo Bocaccio y el fotógrafo ecuatoriano Bucheli. Bajo la dirección de Crespi “filman los avatares del trabajo misional salesiano con comunidades indígenas del Oriente.”

La orden salesiana procedió en 1995 a reconstruir fragmentos de la película original, a partir del guion original del padre Crespi y fotografías existentes en el Archivo Histórico Salesiano. A partir de esta reconstrucción se elaboró un documental más amplio sobre la vida y obra del sacerdote, disponible en video.

El registro original narra el viaje desde Cuenca hacia la Amazonía del grupo misionero del que forma parte el padre Crespi. Al llegar a la zona shuar, el registro describe las “costumbres” de este pueblo junto con la naturaleza en que habita. Se aprecia también al misionero interactuando con los indígenas.

La naturaleza es registrada con planos amplios y relativamente largos. Sin embargo, cuando se registra a los shuar, la cámara se detiene en los rostros, en los adornos corporales, en la vestimenta; mediante cortes o el movimiento de las personas, la imagen describe detalles que –al parecer- resultan llamativos para los cineastas.

La mano indígena introduce la flecha en la cerbatana.

El primer plano del rostro se mantiene mientras el hombre gira hacia la izquierda para dejar apreciar sus orejeras. Luego vendrá un primerísimo primer plano de ese adorno.

Descrito el guerrero, se pasa a la escena de la danza que parte de un plano general para rápidamente cortar y pasar a un plano medio corto de las mujeres que danzan; igual cosa ocurrirá con los danzantes varones, que aparecen momentos después. La penúltima escena (que no es necesariamente la última de la película original), muestra a un hombre shuar en plano americano, tomando en su mano una tzantza.

El guerrero ataviado con todos sus ornamentos rituales. Mirada profunda hacia la cámara.

Un corte pone en primerísimo primer plano a la tzantza, y la cámara se mantendrá sobre este objeto, como tratando de captar todos sus detalles.

La mano del guerrero gira la tzantza para que se aprecie desde todos los ángulos.

Por corte se pasa a un plano medio del grupo de guerreros bailando en semicírculo; con un ligero paneo, la cámara logra que el guerrero con la tzantza en su mano, cope toda la pantalla. Al final, un plano general de las cascadas sagradas de los shuar.

El guerrero baila con sus compañeros, agitando las tzantzas en sus manos

En esta película, abundan los primeros planos y los planos detalles, pese a que en aquella época esto significaba acercar la cámara a distancias muy cortas de lo retratado, por la poca capacidad de los lentes para hacer un acercamiento. El tratamiento visual da cuenta de un interés enorme por captar y luego dar a conocer los detalles que configuran a estos seres extraños y diferentes.
Mediado por un lapso de al menos 30 años, los registros de Blomberg y Gartelman guardan similitudes con lo dicho arriba. El sueco Rolf Blomberg, radicado en Ecuador desde la década de 1930, inicia su producción cinematográfica justamente con el documental En canoa a la tierra de los reductores de cabezas (1936), (1937), sobre el pueblo shuar. También realizó documentales sobre los pueblos huaorani (se dice que con la intención de atraerlos hacia la civilización) y a’i (cofanes); los shuar fueron motivo de tres documentales más en los años 1958, 1963, 1967. Al menos 10 obras de Blomberg tratan sobre pueblos indígenas del Ecuador. (Archivo Blomberg s.f.) No se logró acceder a las películas indicadas por lo que no se puede comentar el tratamiento audiovisual de las mismas; solamente, a manera de ilustración se incluyen dos fotografías del autor sobre pueblos indígenas.

Karl Gartelman (Alemania, 1933), por su parte, recorre Ecuador buscando capturar lo que llama “su enorme diversidad natural y humana”. Sus documentales cortos, de entre 3 y 7 minutos, registran momentos cotidianos, festivos, luctuosos de los pueblos quichua, shuar, huaorani, secoya y sionas.

Su mirada sobre estas realidades, según sus propias palabras es de sorpresa: “Encontramos cosas que no se sospechaba que existían… Es impresionante ver que… es impresionante observar””, dice el viajero en una entrevista hecha en 1993 (Mejía 1999). A diferencia de Crespi, la imagen que registra Gartelman tiene muy pocos planos cerrados. La mayoría de sus tomas son planos amplios y de larga duración.

Las cosas (situaciones y personas) pasan delante de la cámara mientras esta permanece fija durante varios minutos; luego se ubica la cámara en otro ángulo para captar, con la misma forma, lo que continúa ocurriendo.

El autor dice que sus piezas, cortas y a color, son “documentos de ciertas actividades, son cosas que están desapareciendo… por ejemplo, los aucas o los secoyas ya no saben fabricar una corona de plumas.” Entonces, él registra para la memoria, para conservar el testimonio de esas cosas que están desapareciendo.

Este tratamiento visual puede entenderse como una mezcla de su deseo por registrar la situación, con algo que también señala el autor: muchas de las situaciones registradas ocurriendo causalmente, en medio de sus viajes de trabajo como ingeniero, como el entierro de un niño en Cañar.

La obra de Crespi es la del viajero curioso que desea acercarse, casi adentrarse en aquello que le resulta extraño, diferente, incomprensible. Por el contrario, la de Gartelman es una mirada distante, ajena, que no busca acercarse, sino registrar desde afuera aquello que ocurre. Sin embargo, las dos comparten un rasgo en común: la extrañeza. La mirada de Crespi y Gartelman es la del europeo que se sorprende ante una realidad diferente. “Los aucas todavía adoran al águila arpía" dice Gartelman en palabras, mientras que Crespi, con imágenes, está diciendo “Los jíbaros cortan cabezas y las reducen”. Como bien dice Christian León:

(…) los pueblos indígenas son filmados dentro de una particular estética que traspone, a través de la imagen cinematográfica, los significantes establecidos con los cuales la sociedad ecuatoriana y la cultura occidental han signado al indio. A lo largo del siglo XX, los indígenas son filmados en actitud pasiva, realizando tareas de caza, pesca, artesanía o sobrevivencia en escenarios naturales. Ya sean representados individual o colectivamente, los personajes indígenas son retratados como seres despolitizados vinculados a representaciones telúricas y naturalistas, siguiendo los patrones del indigenismo literario y pictórico. (León 2010, 44)

Cine denuncia: la imagen de la explotación en la obra de Guayasamín y Cevallos (1970 a 1980)

La década que será analizada en este acápite tiene en común la presencia mayoritaria de obras de ficción o de recreación histórica para abordar la realidad de los pueblos indígenas, lo que no quiere decir que el documental esté ausente. A diferencia de la etapa anterior y como efecto de los cambios sociales y políticos ocurridos durante la década de los sesenta, un buen número de cineastas (empíricos o académicos) ecuatorianos se plantean –como en el resto de América Latina- usar el cine como una herramienta de denuncia para la transformación de la realidad. Y, desde esa posición, la temática indígena es abordada con clara conciencia de su relevancia política. Igor Guayasamín, en entrevista concedida a Estuardo Novoa dice: “En ese entonces era cine político porque filmar al otro, filmar al diferente, no al similar, a otras culturas… eso era un acto político.” {Guayasamín Igor, 2009}.” (Novoa 2009, 139-140).

Los hermanos Gustavo e Igor Guayasamín, realizaron desde 1971 hasta mediados de la década de los ochenta varios documentales y ficciones de temática indígena. En todas sus obras es evidente su posición política, su afán de denuncia, su compromiso con la causar de la liberación indígena, a tono con lo que León señala: “Durante los años setenta, se produce un auge del cine etnográfico realizado por antropólogos y cineastas preocupados sobre temas indígenas en el contexto de la valoración de la diversidad cultural y los patrimonios inmateriales.” (León, 2015, 6)

De las obras de estos autores, se seleccionó “El cielo para la Cunshi”, ficción basada en los últimos capítulos de la novela Huasipungo de Jorge Icaza. La película narra el drama humano de Andrés Chiliquinga –indígena quichua- quien busca contar con dinero que le permita enterrar a su esposa –la Cunshi- en el cementerio que le permitirá llegar al cielo y no condenarse en el infierno. La narración cinematográfica –en blanco y negro- inicia con la imagen de un perro que arrastra sus patas traseras paralizadas; a pesar de esa discapacidad, el animal logra subir las gradas que le conducen hasta la puerta de la capilla pueblerina, solo para ser echado a piedrazos por el cura del lugar. Mientras el perro huye atemorizado, llega Andrés Chliquinga, quien es cojo y lleva ropa harapienta, que se acerca al cura para pedirle un lugar para enterrar a su esposa, la Cunshi.

Andrés y el perro caminan con dificultad. Ambos son maltratados por el cura.

Toda la película se realiza en blanco y negro y sin sonido. La decisión puede haberse debido a la falta de recursos económicos o a una decisión estética. Lo cierto es que el tratamiento visual y sonoro (en este caso, el recurso del cine silente con intertítulos), agudiza la sensación trágica de la historia.
Los contrastes son fuertes entre los claros y obscuros; el espacio exterior a la iglesia es casi totalmente blanco, mientras que apenas atrás de la puerta, todo es negro.

Andrés, desde la luz, entra a la iglesia, en penumbras

Igual cosa ocurre entre el campo y la casa de Andrés, en la que yace su esposa muerta, velada por el hijo, un niño de corta edad y en otra ocasión cuando Andrés regresa a su hogar junto con su hijo, luego de haber sido azotado.

Alto contraste: el perfil de la difunta cuando Andrés entra a su choza.

Resulta casi imposible no asociar la imagen de Andrés de rodillas, (junto al cadáver de su esposa y a su pequeño hijo que se seca las lágrimas), alzando las manos hacia el cielo mientras grita de dolor, con el rostro de “La edad de la ira”, obra de Oswaldo Guayasamín.

Ira que se convierte en rebeldía.

La imagen se congela para dar paso al intertítulo: “¡El cielo para la Cunshi, carajo!”, grito de rebeldía de Andrés, quien sale de su choza a buscar una solución a su tragedia. Andrés roba la vaca del patrón y la vende. Pero lo capturan, azotan y golpean a su hijito que intenta defenderlo.
La crueldad del castigo es reforzada por los gritos reflejados en el rostro de Andrés. Pero la imagen muestra algo que la hace más dura: ninguno de los indígenas que observan el castigo hace nada. El único momento en que la comunidad aparece, no participa, no defiende, no reclama. Es un coro silencioso que mira la injusticia sin intentar detenerla. Solo el pequeño hijo de Andrés se lanza sobre los soldados para defender a su padre.

Andrés sufre su castigo ante la mirada impávida de su ayllu.

La escena final ocurre dentro de la choza de Andrés; él cura las heridas de su hijo y le consuela. Están solos. La cámara fija se concentra en el rostro del padre que abraza a su hijo. El gesto de amor está lleno de dolor, desconsuelo, rabia. No hay palabras; solo el gesto de Andrés. La imagen nuevamente remite a “La edad de la ira”.

El dolor del padre se expresa en el rostro y las manos que oprimen la espalda golpeada de su hijo.

Años después, Edgar N. Cevallos, realiza Daquilema (1981). La película narra la rebelión indígena de los puruhaes de Chimborazo, liderados por Fernando Daquilema en 1871, durante el gobierno de García Moreno. La película se trabajó como una narración a tres voces: la primera, la coral, es la que explica el sentido político de la historia a través de la cantata interpretada por el grupo Jatari; la segunda, la objetiva, es la del narrador que explica hechos históricos; y, la tercera, es la de los personajes, que accionan para conseguir sus objetivos. Cada secuencia está construida con estas tres voces, logrando que las tres cuenten tres perspectivas: la política, la histórica y la biográfica. Vale la pena señalar que las dos primeras son empleadas durante mayor tiempo que la tercera; posiblemente esto se debe a la dificultad de que los no-actores digan adecuadamente sus parlamentos. Pero, el resultado en pantalla –que es el que cuenta en una película- es que la voz de los personajes indígenas es mucho menor en la obra, copada por el enunciador externo: el coro o el narrador. Se siente como si la historia de los indígenas, nuevamente, debiera ser relatada por los otros no-indígenas para que tenga valor y objetividad o para que se comprenda adecuadamente el sentido social, político y cultural de esos hechos.
Visualmente, la construcción combina dos tipos / estilos de registro: el primero es el de la comunidad vista desde afuera; se trata de tomas documentales de la vida cotidiana de la comunidad indígena en donde se filmó la película y, al parecer, también de la comunidad de Cacha en Chimborazo, empleadas como tomas de transición, en varios casos acompañadas de la cantata.

El punto de vista que se evidencia es el de alguien extraño que observa desde lejos; inclusive se puede notar que la calidad visual de estos planos es deficiente tanto en composición como en color y enfoque. Si bien hay primeros planos, en este tipo de registro priman los planos abiertos, en los cuales no siempre es posible individualizar a quienes aparecen retratados.

El segundo, es el ficcional, donde se aprecia una puesta en escena de época, con diálogos y sonidos diegéticos. Aquí actores y no actores ejecutan sus acciones según la composición dispuesta por el director y son retratados con lo que se podría decir, las pautas clásicas del lenguaje cinematográfico de ficción.

La calidad se nota cuidada; la composición es simétrica, los encuadres son precisos, los planos están adecuadamente combinados, la iluminación –natural o artificial- tiene un sentido expresivo. En este tipo de registro el primer plano es empleado con función expresiva. Su uso está reservado para representar el rostro de los protagonistas en los momentos climáticos.

Las últimas palabras de Daquilema, antes de morir fusilado.

El desenlace, que concuerda con los hechos históricos, presenta a Daquilema cuando es llevado frente al pelotón de fusilamiento, rodeado de un grupo de indígenas, cuyos primeros planos expresan la amargura que viven.

Las palabras de Daquilema, cortadas por los disparos, ponen de manifiesto que su muerte cobra sentido; la muerte lo constituye como héroe; asume su derrota en el plano material pero proyecta su victoria al futuro: “Hermanos: llegará la hora para nosotros, para nuestros pueblos.” (Cevallos 1981) Daquilema triunfa en su derrota, porque sus ideales prevalecen, como lo dice la cantata con la que cierra la obra: “Daquilema, jatun apuc. Levanta nuestras banderas, agita los corazones, mueve las manos, los pies, abre con tus palabras el camino a la libertad.” (Cevallos 1981)
Pese al acto heroico de Daquilema o a la rebeldía de Andrés Chiliquinga (su levantamiento personal), la construcción audiovisual y, por supuesto- la narrativa, hablan de un indio perdedor que asume solo el precio de su rebelión. La comunidad mira el castigo y salvo un niño (en El cielo para la Cunshi) y una anciana (en Daquilema), sufre en silencio, pasivamente la injusticia. Cabe preguntarse ante ello si el objetivo político de los autores se logró en el tratamiento formal audiovisual dado que exacerba el dolor y la tragedia de los indígenas quichuas y a la vez les niega la palabra para contar su versión y sentido de los hechos. Me inclino a pensar que no; que la construcción hecha habla de un indio derrotado, sufrido, que aunque se rebele resultará perdedor. Pero también de una acción colectiva poco eficaz para enfrentar la injusticia que quiso ser denunciada por los autores.

El cielo para la Cunshi, Daquilema, Llucshi caimanta, tienen en común el tomar partido explícitamente por la causa de la liberación indígena a lo que Sanjinés denominó “un cine junto, para y por el pueblo”. Bien se podría decir que esta dos obras son “ejemplos de un cine indigenista que, aunque comprometido con las visiones traumáticas de los pueblos indígenas, mantuvo “poder semiótico” que monopolizó hegemónicamente las representaciones étnicas por fuera de su propio mundo simbólico.” (León 2015)
Sin embargo, Daquilema junto con Llucshi caimanta (Sanjinés y Ukamau 1978), constituyen un punto de giro en cuanto al tratamiento de la temática indígena; en los dos casos, las películas son desarrolladas mayoritariamente con no-actores indígenas, en quichua y con un amplio espacio de discusión con las dirigencias comunitarias sobre el trabajo cinematográfico. Los indígenas, a decir de sus autores, participan en la construcción cinematográfica; no son solo objetivos de observación. Este mismo esfuerzo será retomado años después por María Augusta Calle en el desarrollo de Sawari.

Nuevas miradas sobre los pueblos indígenas: de María Augusta Calle a Alberto Muenala (1980 a 1990)

Paula Restrepo y su equipo de investigación sobre el documental indigenista señala que: “Ver o hacer una película sobre situaciones injustas sufridas por algunas culturas suele tener poco impacto. La representación en el cine como forma de propagación de representaciones sociales culturalmente más justas tiene su impacto, pero hay tanta representación, que las “correctas” se suelen perder en el inmenso océano de información y conocimiento. (Restrepo, y otros 2014, 11)
Un razonamiento en esa misma línea condujo a varios realizadores ecuatorianos a cuestionar la imagen del indígena que se había construido en las décadas anteriores, exclusivamente como víctima de la injusticia, tanto en el documental como en la ficción indigenista. Es por eso que, de manera consciente se optó por buscar una forma distinta de representación: se trataba de buscar las escenas de la vida cotidiana y contemporánea en las cuales los indígenas –como cualquier otro ser humano- comparte alegrías, desafíos, amores, etc.

Las décadas de los ochenta y noventa, van a estar caracterizadas por el desarrollo de la comunicación popular y alternativa y la emergencia de las reivindicaciones étnico-culturales en pleno contexto de la consolidación del modelo neoliberal en toda América Latina. (…) el Informe Mac Bride (1980) producido por la Comisión Internacional para el Estudio de los Problemas de la Comunicación por encargo de la UNESCO, puso en la agenda de debate internacional la prioridad de la democratización de la comunicación y la necesidad de fomentar la comunicación popular como respuesta a la verticalidad y exclusión de los medios masivos (Mato 2011, 12). (León 2015, 8)

Es así como María Augusta Calle y un equipo ligado a la organización indígena andina y a la pastoral católica (salesianos), deciden hacer cine con las comunidades para cambiar esa imagen construida anteriormente. El desafío que se plantean es trabajar en una comunidad (Balda Lupaxi, en Chimborazo), una historia escogida, guionizada e interpretada por ella misma. Sawari es esa obra: “Video argumental para el que una comunidad seleccionó la celebración de un matrimonio como tema central, porque a través de él “…se enfrentan los problemas de la tierra, de la migración y se ve la necesidad de pertenecer a una organización; porque el matrimonio es la vida…”. (Calle 1989)

Tiene en común con las obras de la etapa anterior el que los diálogos están hablados en quichua y subtitulados al español y la actuación de no-actores indígenas, pero supera estas opciones la integrar al equipo de dirección a los mismos miembros de la comunidad. El tratamiento de la imagen y el sonido en esta película es notablemente distinto del anterior: aquí aparecen indígenas hermosos, alegres, con su vestimenta tradicional impecable, que enfrentan sus problemas cotidianos con fuerza, pero sobre todo, que lo hacen colectivamente. La solución de los problemas es la comunidad que participa activa y conscientemente.

El tono de la película está marcado por la personalidad alegre de sus protagonistas.

Visualmente se aprecia un cuidado en el tratamiento de la imagen; el paisaje es hermoso –bellísimo en algunos momentos, por ejemplo cuando aparece el Chimborazo-; los rostros aparecen limpios, serenos, sonreídos.

Picardía en el parlamento y en el rostro.

La banda sonora de la película contribuye a generar una sensación de frescura y alegría, muy diferente a las sensaciones que producía –por ejemplo- la cantata Daquilema del grupo Jatari. Son piezas de música tradicional andina con una grabación y mezcla nítida.

La pamba mesa “brilla” con el azul que se combina con el del cielo y el colorido de los ponchos rojos.

Uno de los aspectos que resalta en esta obra es el tratamiento cromático, siempre luminoso, cálido, con combinaciones de colores brillantes, especialmente en las escenas colectivas. La comuna juega, canta, baila, come y celebra el matrimonio de los jóvenes. La secuencia final narra visualmente una fiesta en la que las “tradiciones” ganan a todo lo negativo que puede tener la “modernidad” o el mundo “de los mishus”, pero lo hace sin palabras: solo con música festiva e imágenes ágiles y coloridas.

Luego de la celebración, la comunidad marcha alegre hacia la minga. Un extenso paneo sobre el cultivo en flor, deja ver el fruto del trabajo comunitario. La última escena habla, sin palabras, del triunfo del amor de los dos jóvenes y de la alegría de vivir en la comunidad, una opción consciente y asumida con orgullo por la pareja.

Alegres y cómplices, los protagonistas siguen su vida en la comunidad.

La representación del indígena en Sawari, expresa un nuevo imaginario y una nueva relación que empieza a constituirse entre la sociedad nacional y los pueblos indígenas. Como dice Mora: “los protagonistas de esta transformación no son sus autores (antropólogos y documentalistas) sino quienes son representados; (…) los movimientos étnicos que reclaman el derecho a controlar su propia imagen (…). (Mora 2014, 59) María Augusta Calle responde a la demanda de hacer un cine desde la perspectiva indígena: son sus voces las que se expresan a través de esta obra, aunque el instrumental técnico del cine aun esté en manos de los actores externos.
El cine ecuatoriano creado desde fines de los años ochenta responde al nuevo momento histórico marcado por la insurgencia del movimiento indígena como actor político. Los pueblos indígenas realizan en junio de 1990 el Primer Levantamiento Nacional, hecho político pero sobre todo simbólico que produce un quiebre en la relación entre este sujeto social y el Estado nacional. Este hecho influirá notablemente en la representación y los imaginarios que desde entonces se construirán sobre los indígenas. Esa movilización masiva, que durante un mes mantuvo en vilo a las autoridades nacionales y que convulsionó a la ciudadanía, fue la expresión del acumulado de fuerza que las organizaciones de base, provinciales, regionales y nacionales habían alcanzado en 500 años de resistencia.

Paralelamente a este fenómeno [el de las propuestas de la democratización de la comunicación], se produce la emergencia de movimientos sociales de carácter étnico que trabajan por la defensa de la cultura y la identidad indígena y que buscan la reformulación del régimen político, la transformación del Estado y resemantización de la democracia a través de la participación comunitaria y la identidad (Dávalos 2005, 20). (León 2015, 8)

Ese proceso político, potenciado por el desarrollo de la educación bilingüe intercultural, tuvo una fuerte marca de demandas identitarias. No solo la tierra o el agua fueron tema de las demandas indígenas desde los años ochenta; por el contrario, las demandas se orientaron a garantizar el derecho al ejercicio pleno de sus culturas, sus lenguas y del reconocimiento de su identidad. Parte de ese proceso de fortalecimiento cultural se expresó en el peso dado por las organizaciones indígenas a la expresión artística propia. El audiovisual y el cine fueron también reivindicados como un campo de lucha simbólica. En ese contexto, autores como Alberto Muenala, quichua de Imbabura, expresan en su obra audiovisual la nueva mirada del indígena sobre sí mismo, sobre su realidad y una nueva manera de poner en cuadro las historias sobre y de indígenas.

Biblio-filmografía