EN FOCO

De naturalismos y exabruptos: La inmediatez en la actuación de cine (ecuatoriano del 2013)

Diego Coral

 

Resumen

Desde el análisis de los largometrajes ecuatorianos estrenados en el año 2013, el artículo examina  cómo el trabajo técnico que los directores de cine realizan con los actores refleja y construye una mirada política. En todos los largometrajes ecuatorianos estrenados en ese año se puede evidenciar una dificultad de trabajar el territorio de la actuación. Si bien es cierto que se distingue, cada vez más, un afianzamiento de “la naturalidad” de los actores, no deja de existir un obstáculo, tal vez social, para conseguir lo que los actores deberían hacer: hacer de verdad, interpretar un texto y construir un camino hacia la honestidad de re-interpretarlo desde el cuerpo, la memoria y la voz.

Abstract

 This article proposes the analysis of the Ecuadorian feature films released in 2013, and examines how the technical work performed by filmmakers with actors reflects and builds a political perspective. All the Ecuadorian films of this period show a difficulty that occur working in the territory of acting. While it is visible that every time “the naturalness” of the actors takes hold, a problem remains, actors continue acting but not truly doing it, they do not perform with honesty from their bodies, with their own voices and memory.


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-¿Sabes quién tiene la culpa?- le dice el personaje de Cristina Rodas al personaje de Anahí Hoeneisen, -los cineastas-
Es cierto…- responde el personaje de Anahí.
-Te escogen solo por cómo te ves y te dicen “haz de ti mismo, tranquila, no importa…”- insiste el personaje de Cristina.
-Los famosos actores naturales…- interviene el personaje de Andrés Crespo, visiblemente contrariado, -como si esa vaina existiera…-

(Fragmento de una escena de “Rómpete una pata”, de Víctor Arregui, 2013. Los diálogos son una aproximación a los dichos en la película.)

 

Ciertamente es culpa de los cineastas. Aunque haya sido dicho en la voz de un personaje y aunque haya sido dicho, ¿obviamente?, en tono irónico, resulta así: los directores de cine cargan con la responsabilidad de sus actores. Pero además, resulta también que la ironía y el subterfugio delatan verdades. Por lo menos en este caso, el caso de la actuación, el caso del cine que se hace en Ecuador, algo que ya se convirtió en una muletilla desagradable, manoseada por los poderes mediáticos, políticos y culturales del país: cine ecuatoriano, boom del cine en Ecuador, auge de la producción en el país, nuevas historias de jóvenes cineastas y otras etiquetas que, en manos del poder, esconden los problemas.

En los actores se evidencian realidades sociales, es cierto, pero no son esas grandes realidades leídas desde la autoridad sino otras, tal vez más importantes. Estas se evidencian en la voz, esa voz minúscula que tenemos, por ejemplo, algunos quiteños, Llámenla contenida, apagada. La verdadera realidad se evidencia en nuestros cuerpos vistos en miles de pantallas y por miles de personas, en la timidez de mirar o en el descaro de exponerse. Se evidencia en “ese cuerpo que es el hábitat de la identidad”.1 Lissette Cabrera, “Las exigencias del espectador frente al lenguaje del cuerpo”,  Revista Anaconda, Agosto 2008. La ironía y el subterfugio delatan verdades en este caso.

Digo ironía porque así entiendo el guion de la película de Víctor Arregui, porque he visto todas sus películas, y porque públicamente manifiesta que le gusta trabajar con actores naturales, lo cual me parece muy bien, incluso, podría considerarse arriesgado. De todos modos, ese no es el problema que nos aqueja en este instante. Sobretodo porque, a la luz de algunos resultados, a veces parece que da lo mismo trabajar con actores naturales o con actores ¿no naturales? De cualquier forma, esta ironía podría generar preguntas:

- Al ser Rómpete una pata una película que va de un grupo de actores que se prepara intensa y ¿profesionalmente? (¿no-naturalmente?) para montar una obra de teatro, ¿en verdad se piensa que los actores naturales son “algo que no existe.

- El diálogo citado, al ser escrito por alguien que trabaja con actores naturales, y al ser interpretado por un  “actor natural” (Andrés Crespo)¿manifiesta irónicamente que el cuestionamiento que se hace al trabajo de los actores naturales es insustancial, o por lo menos innecesario?

- La extrema, casi irreal actitud del personaje de Francisco Febres Cordero (un viejo director de teatro/actor que intenta manipular y quebrar a sus compañeros actores con métodos posiblemente sacados de un cuento de Poe para así lograr que ¿actúen?); así como la extrema, casi irreal secuencia de velación (el mismísimo Febres Cordero, muerto y en un ataúd, es cargado en hombros por sus colegas actores por un centro comercial), ¿denotan la ridiculez detrás de la “seriedad” de algunos actores “serios”?, ¿metaforizan la muerte necesaria de un modelo de representación viejo y demodé? 

- Más allá del debate textual sobre actores, ¿no se está evidenciando, velada e inconscientemente, la necesidad de preguntarnos sobre la actuación, no solo como elemento instrumental de narraciones dramáticas, sino como construcción discursiva, cinematográfica, social; y la necesidad de poner en duda lo que implica “lo natural” y lo “no-natural” desde la actuación y hacia la sociedad, y viceversa?

Visto así, con tantas verdades que se contradicen, parece que la ironía funcionó. Sin embargo, lejos de estas ideas y tan solo mirando la película, es decir, haciendo el ejercicio de no conocer la obra de Víctor Arregui ni a Víctor mismo, resulta que lejos de formular preguntas desde la actuación, la película hace tan solo un enunciado irónico para generar cierta comicidad en la puesta en escena (en el caso de la velación, por ejemplo) y, en el mejor de los casos, apela a un pequeño guiño de ojos dirigido a los cineastas y actores/actores-naturales locales para, tal vez, generar un real cuestionamiento (el caso del diálogo citado). No hay un trabajo técnico-actoral que construya a la ironía como parte del lenguaje cinematográfico y que incluya al espectador como partícipe del debate, sino que esta ironía se queda como elemento decorativo de la puesta en escena y conversación puertas adentro.

Las verdades delatadas, entonces, se sitúan en la dificultad de construir identidades con cuerpo propio, el de los actores: actores como lenguaje y no como instrumento, actores vivos, naturales o no naturales (signifique lo que eso signifique).

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El análisis extendido alrededor de Rómpete una pata se debe, precisamente, a que es la única de las películas estrenadas en 2013 que elabora una trama que sitúa el problema de la actuación como eje temático central, y que además, de narrar la puesta en escena de una obra de teatro, crea un trabajo sobre el espacio y el tiempo que se  profundiza con esta complejidad en muy filmes locales. Esta conjunción de una temática actoral con una puesta en escena muy elaborada, de alguna manera funciona como espacio perfecto para analizar uno de los mayores problemas de todas las películas ecuatorianas: la complejidad y la reflexión sobre la fotografía, el sonido, el montaje y el arte (el guion es un terreno aún menos trabajado en las películas locales) no encuentran su parangón en el trabajo del director con sus actores, trabajo más bien mecanizado, de reflexiones tibias y poco arriesgadas. Es decir, es una complejidad a medias, una complejidad: películas sin cuerpo.

Esta dificultad de trabajar el territorio de la actuación se puede evidenciar en todos los largometrajes nacionales estrenados ese año. Si bien es cierto que se distingue cada vez más un afianzamiento de “la naturalidad” de los actores (es decir, una aparente relajación y copia de lo que “se haría en la vida cotidiana”), no deja de suceder que hay un obstáculo (¿social?) para conseguir lo que los actores deberían hacer: hacer de verdad, interpretar un texto en circunstancias imaginarias, y construir un camino hacia la honestidad de re-interpretarlo desde el cuerpo, la memoria y la voz. Y aunque esto pueda ser dicho en pocas líneas, la realidad demuestra que el trabajo del actor resulta inabarcable y complejo.

En Mejor no hablar (de ciertas cosas), de Javier Andrade, hay un hilo conductor que atraviesa claramente toda la película, tanto narrativa como dramáticamente: la voz fuera de cuadro del personaje interpretado por Francisco Savinovich. El marco de violencia urbana, decadencia de la clase media de Portoviejo, y sobretodo de cierta crudeza que logra Javier (muy al estilo de Ratas, ratones y rateros, de Sebastián Cordero, pero con una mirada muy particular y más punquera), se da contra la pared con la voz en off de Francisco (músico, compositor, actor natural). Una voz que no dice, que repite sin matices, sin acción, lo que pone el texto. Informa, no construye. Una voz que no re-interpreta el texto desde su cuerpo y su memoria. Si para Grotowski, maestro y director de teatro polaco, “las palabras no son importantes, sino lo que se quiere decir con ellas”, la sensación que deja la voz de Francisco es la de una que quiere dar importancia a lo que se dice, mas no a lo que se quisiera decir.  De nuevo, la construcción que se pretende con la fotografía, el montaje, el sonido, incluso con el guion, simplemente no está acompañada del trabajo del actor, que a la crudeza del relato cinematográfico le quita, justamente, su natural violencia. Su identidad.

El caso de Distante Cercanía, película que codirigí junto a Alex Schlenker, podría parecer distinto. Los matices y las construcciones que logran Nataly Valencia y Gonzalo Estupiñán, ambos actores profesionales, nos sitúan en otro tipo complejidad, dado el marco dramático y el tono de la historia: ¿hasta qué punto los actores pueden re-interpretar el texto en su conjunto? En el caso específico de Gonzalo, ¿no hay elementos para creer que re-interpretó algo que no interpretó?, es decir, ¿no quiso hacer más cosas de las que había en vez de simplemente hacerlas? Una especie de sutil instrumentalización de las propias necesidades y herramientas del actor para sentirse “actor”, perversiones de los que están más acostumbrados a la cámara, se podría decir. Pero hay algo que se intuye más problemático, sobre todo al ver a otros personajes de la película que timbran en tonos radicalmente distintos unos de otros, del realismo al absurdo, de la tragedia a la caricatura, de la comedia al naturalismo, produciendo no solo distanciamiento (lo cual es positivo), sino una sensación de inconsecuencia. ¿Será que, contrario a los anteriores ejemplos, la construcción de los actores no estaba acompañada de una construcción definida del marco dramático donde podían desenvolverse?

En estos tres ejemplos de películas ecuatorianas estrenadas en 2013, hay una constante: la dificultad que tenemos los directores para construir un diálogo entre nuestras intenciones audiovisuales/dramáticas y las necesidades reales del actor como intérprete y no como instrumento (del director o de sí mismo). Esto se evidencia en la escisión que hay entre lo enunciado y lo actuado: a veces se enuncia algo (en el planteamiento de la puesta en escena, en un diálogo, en la fotografía, en las imágenes) que el desarrollo actoral no llega a encarnar; o viceversa, cuando el desarrollo de los actores sobrepasa o desconoce lo enunciado. En ambos casos, lo que se intuye es la simple ausencia de diálogo creativo y verdadero entre directores y actores: o se da indicaciones superficiales y obvias (instrumentalizando el trabajo del actor en función de una “genial idea”); o se les permite una supuesta libertad creativa a los actores en aras de sus ideas fijas (permitiendo que instrumentalicen sus herramientas técnicas para satisfacer su egotismo y falta de escucha). Este problema se repite, una y otra vez en el resto de películas estrenadas este año.

En Mono con gallinas, de Alfredo León, René Pastor (actor natural) interpreta a un adolescente que crece abruptamente al enamorarse y al ser parte de la guerra Ecuador-Perú de 1941. La película enuncia un cambio radical en la vida del personaje, pero la construcción actoral no encarna dicho cambio. René ejecuta, eso sí, con mucha naturalidad y presencia, una misma intensidad y matiz de acciones durante todo el metraje. Ahí la película tropieza con fuerza. Paradójicamente, muchos de los otros personajes ecuatorianos, interpretados por actores profesionales (Alfredo Espinoza, Paúl Lalaleo, Enrique Veintimilla) adolecen, a su vez y en ocasiones, de cierta intensidad forzada, llegando incluso a la caricaturización en una película que, desde su enunciado histórico y dramático, es realista. (Cabe destacar la templanza y dominio actoral de los actores peruanos que interpretan el bando enemigo en la ficción).

El caso de René Pastor es parecido al de Francisco Febres Cordero en El Facilitador, de Víctor Arregui. Si bien es cierto que en esta película no se establece que el personaje sufra grandes cambios, y que constantemente contenga sus emociones y pensamientos, hay situaciones donde se evidencia que el problema actoral se les fue de las manos. Muchas de las grandes decisiones que toma el personaje, decisiones que de todas maneras generan un cambio, son resueltas fuera de cuadro o con el personaje de espaldas o alejado de la acción. Por ejemplo, la decisión de matar a su cuñado, único amigo que tiene, o cuando amenaza vía teléfono al amante de su hija. Evidentemente, un director puede fijar ese tipo de resoluciones de la acción. Sin embargo, frente a la decisión de ocultar los momentos de mayor tensión del personaje, ¿no se debería esperar una modificación del mismo después de estos momentos? Más aún, tomando en cuenta que si se enuncia el derrumbe de su familia, su inminente muerte por cáncer, e incluso la evidencia del daño que ha hecho a tanta gente, alguna consecuencia emocional, física y/o ética debe ocurrir. El problema es que, a lo largo de la película, el personaje (o Francisco) no solo que no cambia, no se inmuta.

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Al decir que la responsabilidad la tenemos los cineastas, resulta ineludible entender que dicha responsabilidad se refiere, también, al cine que algunos practicamos, que es justamente el cine que se promueve con la muletilla política-mediática-cultural de “boom del cine nacional con el apoyo del estado ecuador ama la vida”. Un cine que exige resultados inmediatos porque las exigencias políticas son apresuradas. Los cuerpos a veces deshabitados de nuestros actores, profesionales o no, son resultado de la inmediatez de nuestro cine, reflejo y evidencia de nuestra dificultad para cuestionar: no cuestionamos con el cuerpo porque no cuestionamos los entramados sociales y políticos que engullen a estos cuerpos, y viceversa. De esta manera, cuando Lissette Cabrera, maestra y guionista ecuatoriana, escribe que “formar actores es, en primer lugar, un cuestionamiento a la frivolidad moral del entorno”2; Ibídem. coincide con Ludwik Margules, maestro y director polaco, cuando dice que “persigo en mi trabajo que el actor no se auto-imite sino que construya, no hay nada peor que la imitación[…]”,3 Ludwik Margules, Conversaciones con Rodolfo Obregón (México: El Milagro – CONACULTA, 2004).  porque la auto-imitación (¿lo natural?) no es más que la validación del discurso oficial de cada uno, embajada del Gran discurso oficial de paso, y ¿qué es más frívolo que la moral del poder?

Esta inmediatez es clara y contundente en el mecanismo “industrial” del cine ecuatoriano, donde la mayoría de ideas de proyectos se desarrollan en 5, 8, 10 años, pero los rodajes ocurren en solo 4, 6, 8 semanas, habiendo existido, con suerte, algunos días de real ensayo para los actores. Y la inmediatez se refleja ahí, porque el ensayo es justamente el espacio donde se deconstruyen los cuerpos y los discursos mediante la repetición y la búsqueda. Tan importante es el ensayo que Jorge Eines, maestro y director de teatro argentino, tituló a su uno de sus libros Repetir para no repetir,4 Jorge Eines, Repetir para no repetir (Barcelona: Gedisa, 2011). pues solo en la repetición se puede desarrollar el paso necesario entre la copia de vida a la construcción de esta. Ese es el espacio que olvidamos o sintetizamos los cineastas en nombre de la eficacia de la producción: lo que se está pidiendo a los actores es inmediatez, resultados, copia de sí mismos. Frente a esto, Margules concluye:

Me interesa el actor que articula, que construye, que estructura su imaginación profunda, no la de la superficie, no la de la inmediatez. Lo más odioso en el teatro yo creo que es la inmediatez, es la sensación de embadurnamiento del personaje que consigue uno cuando el actor es superficial e inmediato y no logró transgredirse a sí mismo […]5 Ibídem.

Margules habla de teatro, pero ¿y el cine?, ¿puede ser que al cine no le interesa la transgresión, la complejidad del cuerpo y de la memoria del actor?, ¿será que a este cine le basta un rostro “natural” (de un actor natural o profesional) que coincida con el pre-juicio de la imaginación del director? Lo inmediato se erige como dispositivo de opresión cuando está atravesado de irreflexión y complacencia, es decir, de ausencia de dudas y urgencia de resultados. Y resulta sospechoso que para el trabajo con el cuerpo, la voz y memoria del actor (y por qué no, del director también) exista tan poco tiempo y tanta inmediatez (¿opresión?). Esta forma de trabajar es la que inhibe un diálogo real entre directores y actores, ausencia de diálogo real que percibimos en mayor o menor intensidad en todas las películas ecuatorianas referidas (pero también en las no referidas). ¿Se puede combatir la inmediatez en un contexto donde la cantidad de películas filmadas y estrenadas es sinónimo de éxito de la política pública y de éxito  personal? o ¿es la práctica cinematográfica una disciplina que parecería no admitir la contemplación de los cuerpos? ¿No se percibe una línea sutil y tendenciosa entre cuerpos deshabitados o actores perdidos en su construcción, falta de diálogo real entre directores y actores, inmediatez en la producción cinematográfica, y eficacia en los resultados que exige el Estado?

Sea como sea, la responsabilidad sigue siendo de los cineastas.

 

Bibliografía