FUERA DE CUADRO |
Los géneros del cine ecuatoriano
Camilo Luzuriaga1Cineasta, director de INCINE, fundador de Ochoymedio y MAAC Cine. Realizador de los largometrajes de ficción La tigra (1990), Entre Marx y una mujer desnuda (1996), Cara o cruz (2003) y Mientras llega el día (2004). Productor ecuatoriano de la película Prueba de vida (2000) y productor del largometraje Los canallas (2009). Actor, fotógrafo, documentalista, editor y distribuidor de discos de música y de películas. Profesor desde 1982 en las universidades Central del Ecuador, Católica de Quito, Estatal de Cuenca e INCINE. Licenciado en Diseño y Docencia, magíster en Gestión Educativa. Candidato a doctor en Literatura Hispanoamericana por la UASB.
Resumen
El artículo analiza un significativo conjunto de películas ecuatorianas producidas desde 1990 hasta la fecha, a partir de lo cual identifica los géneros cinematográficos a los que pertenecen; sostiene que se puede hablar de géneros propiamente ecuatorianos ya que estos son típicos de una cultura y momento histórico, como resultado de un quehacer cinematográfico y social concreto. Afirma, además que antes de ser una camisa de fuerza que inhibe la libertad, el género es un camino para una creatividad que mira en el público su complemento.
Palabras clave: Cine ficción; géneros cinematográficos; cine ecuatoriano; géneros e industria.
Los géneros del cine ecuatoriano 2Este artículo se basa en la investigación realizada por el autor para su tesis de doctorado denominada “El campo cinematográfico ecuatoriano”, presentada en octubre del 2017.
Género no es una palabra que aparezca en cualquier conversación –o en cualquier reseña– sobre cine, pero la idea se encuentra detrás de toda película y detrás de cualquier percepción que podamos tener de ella. Las películas forman parte de un género igual que las personas pertenecen a una familia o grupo étnico. Basta con nombrar uno de los grandes géneros clásicos –el western, la comedia, el musical, el género bélico, las películas de gángsters, la ciencia-ficción, el terror– y hasta el espectador más ocasional demostrará tener una imagen mental de éste, mitad visual y mitad conceptual. (2000, pág. 33)
Richard Jameson
Ochenta son los géneros que Rick Altman logra diferenciar en su libro Los géneros cinematográficos (2000). Robert Mckee, por su parte, reduce el listado a veinte y cinco, pero reconoce dentro de cada género a varios subgéneros, con lo cual el número crece otra vez. Para ejemplificarlos, uno y otro recurren, como no podía ser de otro modo para quienes hablan desde el cine anglo-norteamericano, a la filmografía de la industria de Hollywood. Desde el empeño por teorizar sobre el género, y de clasificarlo, estos críticos del género contribuyen a identificar, sin proponérselo, género con industria del cine norteamericano.
Esta identificación es bastante difundida en el habitus del campo cinematográfico ecuatoriano. La primera muestra de ello data de 1929, cuando un grupo de “aficionados ambateños” 3Wilma Granda llama “aficionados” (Granda 2010, 7) a los realizadores de la película, probablemente para disculpar la precaria factura de los planos filmados por Martínez, cuya calidad contrasta con la de los planos “profesionales” tomados del western original. El motivo de tal apropiación seguramente haya sido conferir al filme el look tejano, a falta de experiencia para resolver complejos problemas de puesta en escena con multitudes y efectos, que los “aficionados” no estaban en condiciones de afrontar. filmó El terror de la frontera, cortometraje en el cual se intercalan planos de un puñado de “actores” haciendo de “tejanos”, filmados en las afueras de Quito, y planos literalmente recortados de una película norteamericana, un western en el que aparecen las multitudes de vaqueros a caballo, el pueblo solitario propio de las películas del oeste, los charros mexicanos, el incendio del pueblo, y el imperdonable Saloon and Dance Hall. Los letreros intercalados, como corresponde al cine mudo, narran sucesos propios de un supuesto Texas: “El tejano regresa a sus lares después de largos años de ausencia. […] Con la que topa primero es con la francesa, cuyo pasado es tan negro como la noche. […] El Doctor Jackson y su bella hija Clara, en un viaje de estudio, encuentran en su camino al texano. ‘Es preferible que venga a mi rancho, en este pueblo no hay seguridad’. […] Poco después en la puerta de la hacienda ‘Cattlefarm’” (Martínez-Quirola, 1929). Así es como narra su western el ambateño Luis Martínez, quien aparece en la película en el rol principal disfrazado de “tejano”.
Este temprano intento por copiar un género, resulta en aculturación, de acuerdo con la definición del antropólogo cubano Fernando Ortiz (Ortiz 2002), en cuanto adquisición de una cultura distinta, la “tejana-norteamericana”. En El terror de la frontera, la cultura local no aparece por ningún lado, ni siquiera en los rostros y cuerpos filmados, ocultos tras el disfraz de vaqueros tejanos y prostitutas francesas. Tampoco en los letreros y en los nombres. Ni siquiera en las locaciones, que se escogieron por el parecido a aquel lejano lugar ubicado “bajo nubes de otro cielo”, en donde nació el género norteamericano conocido como western.
A diferencia de los modelos de la tradición dramática, que tienden a perdurar por su cualidad para encarnar miradas arquetípicas o “universales” de la vida, los géneros tienden a ser coyunturales, y son típicos de una cultura y momento histórico, como resultado de un quehacer cinematográfico y social concreto. El género surge por sintonía entre unas ciertas obras y una determinada audiencia. Una vez reconocido por el público, el género es copiado, desarrollado y adaptado hasta que eventualmente pierde vigencia, para luego, a lo mejor, revivir en otro contexto. Los géneros más reconocidos son, como no podía ser de otro modo, aquellos “generados” en la industria del cine anglo-norteamericano, y son estos los que más se tiende a copiar, adaptar o deglutir. El problema de esta inclinación es que suele desconocer precisamente el hecho que un género corresponde a una cultura y a un momento histórico, y que es difícil, a veces imposible, adjudicar a sus características aquellas que corresponden a otra cultura e historia.
Uno de los géneros norteamericanos más apetecidos por los jóvenes cineastas del habitus local es el cine de ciencia-ficción, género en referencia al cual se han filmado algunos cortometrajes y un largometraje, la distopía Quito 2023 (Moscoso e Izurieta 2013). Después de resumir los cambios de gobierno en el Ecuador desde 1980, y los recientes derrocamientos de varios presidentes, la película propone que en 2023 otra destitución está en camino, a manos de unos cuantos muchachos que conspiran, armas en la mano, desde una guarida que la película hace porque parezca el futuro, con ciertos recursos de escenografía, iluminación y vestuario, como lo suelen hacer las distopías norteamericanas. A pesar del declarado afán por ubicar el filme en la historia, la película no establece una causa de la rebelión contra un dictador en traje de militar –que recuerda a Pinochet–, única imagen que la película ofrece de aquello contra lo cual luchan los rebeldes. Al final, el dictador se suicida. El líder de la revuelta, luego de que acepta rematar a uno de sus compañeros muy mal herido, se lamenta diciéndose: “Tanta lucha para nada” (Moscoso & Izurieta, 2013, pág. 01:20:05).
Fuera del nombre del filme, de la relación de datos históricos y de la manera quiteña de hablar el castellano identificable para el espectador de Quito, la película no se ubica en un entorno cultural reconocible que se pueda deducir como quiteño. El intento por adaptar al medio local el género de ciencia-ficción distópica combinado con el suspense, como declaran los realizadores que fue su intención, se apoya en la reproducción de una forma, sin una sustancia diferenciadora que pueda sostener la adaptación. El resultado, que de antemano se sabe que es difícil de lograr, resiente al espectador porque este lo compara con los originales del género norteamericano que llevan las de ganar. Es la adaptación al medio local aquello que puede ofrecerle un plus al espectador, que compense las distancias de las posibilidades de producción de cada entorno cinematográfico.
El término género no es, al parecer, un término descriptivo cualquiera, sino un concepto complejo de múltiples significados, que podríamos identificar de la siguiente manera:
- el género como esquema básico o fórmula que precede, programa y configura la producción de la industria;
- el género como estructura o entramado formal sobre el que se construyen las películas;
- el género como etiqueta o nombre de una categoría fundamental para las decisiones y comunicados de distribuidores y exhibidores;
- el género como un contrato o posición espectatorial que toda película de género exige al público. (Altman, 2000, pág. 35)
De acuerdo con este acercamiento de Altman a la dimensión del problema, el género cumple funciones relevantes en la industria del cine, de cara a la línea de producción, a los guiones de los filmes, a la distribución/exhibición y, especialmente, en relación con el público. El género es una necesidad de la industria; a la vez, el género requiere de los recursos de la industria para desarrollarse en cuanto tal. Sin ella, el género parece juego de niños, como en El terror de la frontera.
El cine y el audiovisual colombianos, cuya producción es mucho más cercana al modo industrial que la ecuatoriana, han posicionado en su propio país y en el mundo un género que su producción ha sido capaz de germinar y desarrollar, desde su cultura y desde su historia, la narco-novela, que se reconoció como tal desde 2006 con la popular serie Sin tetas no hay paraíso, de la que luego se han filmado varios remakes en algunos países del mundo, y que ha “generado” una secuela que perdura de nuevas telenovelas y películas. Es esta capacidad de “generación”, que resulta en una coyuntural “duración”, fruto de la voluntad de la producción por corresponder a una fórmula, una estructura, una etiqueta y un contrato con el público, lo que constituye un género.
Para Mckee, en el proceso de construcción de la obra, en su “estructura o entramado”, lo que diferencia un género de otro son ciertos componentes formales y de contenido, “tema, ambientación, papeles [roles], acontecimientos y valores” (McKee, 2006, pág. 108). Siguiendo este esquema, es posible proponer las siguientes características diferenciadoras de la narco-novela: el tema es el tráfico de drogas; la ambientación es un contraste entre los arrabales de donde vienen los siervos del narco, y los nuevos palacios desde donde delinquen; los roles son el narcotraficante, sus secuaces, sus mujeres y la policía; los acontecimientos giran en torno al crecimiento del poder del narcotraficante en contra de la policía; el valor es la fidelidad a toda prueba, esencia del método de trabajo del mundo narco.
En el cine y la televisión ecuatorianos, la tendencia a la industrialización de la producción ha sido muy débil, porque la producción misma no ha terminado de consolidarse como un sector definido en la economía. En esto contexto, la suscripción de la producción a un género ha sido poco frecuente, especialmente en el cine “graduado”, término que utiliza la crítica brasileña Lucía Ramos Monteiro para referirse a la producción de los “letrados” del cine, y que opone al término de cine “autodidacta” (2016, pág. 47). En el cine graduado, pesa sobre el género el estigma de la industria y del comercio:
El cine actual es una selva enredada con algunas luces. La imposición estética y de contenidos por parte de la gran industria y de quienes a esta representan [los distribuidores y exhibidores: los comerciantes], se torna más evidente a través de festivales, fondos internacionales y organizaciones gubernamentales que bajo cualquier tendencia política, consciente o inconscientemente, se inclinan serviles ante el colonialismo cinematográfico. Dentro de este marasmo opresivo y castrante, nacen artistas que […] se atreven a componer […] con activados procedimientos creativos. […] ¡Qué viva el cine experimental como el no género!, es decir, el lenguaje de la libertad con la luz y la sombra del poema. (Burbano, 2017, pág. 24)
El “no género” proclamado como bandera, a favor del “poema”, como en el “cinematógrafo” –“escritura con imágenes en movimiento y con sonidos”– que Robert Bresson opone al “cine” –“teatro fotografiado”– (Bresson 1979, 12). Aun así, a pesar de la declaración de guerra, en el campo del cine local es posible reconocer ciertos grupos de películas, sobre todo en el cine autodidacta, que interesan por la posibilidad de constituirse en géneros ecuatorianos, en cuanto corresponden a una cultura y momento histórico local. El intento por delimitar estos grupos y describir sus características, daría cuenta de géneros o embriones de géneros que podrían desarrollarse, si de asumir una cierta industrialización del cine y el audiovisual se tratara, dado que la industria del cine y el género se necesitan y retroalimentan.
El cine “autodidacta” ha sido más proclive a desarrollar sus propias posibilidades de géneros, que dan cuenta de su lugar en el cine, en la cultura e historia. La razón podría estar en la conclusión que expone Miguel Alvear en su investigación sobre el cine que él y su colega investigador, Christian León, llamaron “bajo tierra” o “videografías paralelas”:
El consumo masivo de estas videografías paralelas nos hace pensar que estamos quizás en el momento germinal de una industria audiovisual con otro corte que el fomentado e ideado desde la institucionalidad. […] A diferencia del sector formal y “culto” del cine, […] este cine mantiene una estrecha relación con las demandas del público y del mercado. En otras palabreas, estas películas existen porque hay quien paga por verlas. (Alvear & León, 2009, pág. 35)
Uno de los géneros del cine autodidacta es aquel que se podría etiquetar como cine de “acción montubio”, en relación a las películas de acción de la industria que los cultivadores del género copian o asimilan, y al entorno cultural y económico de donde proceden los realizadores y al cual hacen referencia, el mundo montubio. El monte o campo montubio es la zona rural de la costa ecuatoriana comprendida entre las provincias de Guayas, Los Ríos y Manabí, que se caracteriza por una economía de fincas y finqueros entre pequeños y grandes, dedicados a la agricultura y crianza de ganado. Hasta el siglo anterior, y todavía hasta hoy en ciertos lugares apartados, la justicia por mano propia es la norma, ante la ausencia de un Estado que sigue siendo sobre todo urbano.
La Tigra, de 1990, es precursora en llevar al cine el mundo montubio de la Costa. La película, adaptación del cuento homónimo de José de la Cuadra, recrea el campo montubio de la década de 1940, para lo cual establece el centro de la ficción en la casa de la finca “Las tres hermana”, sin la ‘ese’ final, propiedad que han heredado las hijas de la pareja de campesinos que fue asesinada por unos asaltantes, en presencia de las muchachas. La mayor de ellas, conocida como “la Tigra”, guarda un rencor contra los asesinos desconocidos, que no la deja vivir en paz, rencor que aflora en la relación impositiva y violenta que mantiene con los hombres del lugar. Ella sabe que uno de ellos es el asesino que busca. Gracias a la limpia que le hace el curandero, la Tigra logra recordar quien fue el jefe de los asaltantes. Acto seguido, mata al asesino, vengando la muerte de sus padres. Después que la Tigra descubre que la hermana menor anda en amores con un negociante de la ciudad, la Tigra la encierra para impedir que el comerciante la rapte y rompa la precaria unidad familiar, lo que desata una batalla a bala entre la Tigra y sus peones, contra el comerciante y la policía rural, que ha venido a poner su orden. En este enfrentamiento campo-ciudad, la Tigra pierde y muere asesinada.
La Tigra, cuya realización está a medio camino entre un cine “autodidacta” y un cine “graduado”, contiene ya los componentes básicos de un género cuya producción se popularizará después, desde el autodidactismo de los mismos montubios. ¿Cuáles son los componentes genéricos del cine de acción montubia? La temática gira en torno a la violación o ruptura de la unidad familiar, por asesinato o rapto; la ambientación es la ruralidad del campo montubio y su eventual relación con la ciudad modernizante; los roles principales son el jefe o sobreviviente de la familia mancillada, y el asesino o violador; los acontecimientos giran en torno al asesinato o violación, y la posterior venganza, con despliegue de acciones violentas y persecuciones; los valores en juego son la unidad familiar y la venganza.
Desde 1994, Nixon Chalacamá, cineasta autodidacta de Chone, una de las capitales del mundo montubio, filma algunas películas de acción que tienen a este mundo como su eje central, películas atravesadas por la copia, más que por una asimilación o deglución, de las películas de patadas chinas, de acción, de narcos y de aventura. Tráfico y secuestro del presidente, de 2008, es su película más elaborada, de amplia difusión en el mercado pirata del país. El filme empieza con el asesinato de tres policías a manos de una pandilla de narcotraficantes, seguido de una persecución a punta de disparos, que termina en una explosión. Los narcos violan a la hermana de Ángel y luego la asesinan junto a toda su familia campesina, y solo porque uno de ellos fue testigo involuntario del asesinato de los policías. Ángel jura venganza, cuyo cumplimiento se enreda con la persecución policial a los narcos por el secuestro al mismísimo presidente de la República. La película termina en la batalla cuerpo a cuerpo, como en el cine de acción, de Ángel contra el jefe narco. Ángel gana, y cuelga de un árbol el cadáver del asesino de su familia.
A partir de 1999, Chalacamá se junta con Fernando Cedeño, Carlos Quinto y otros autodidactas de la zona, para conformar el grupo de producción “independiente” llamado Sacha Producciones, que quince años más tarde se autoproclamó como “Cine guerrilla”. La mayoría de las obras de este colectivo corresponden al cine de acción montubio, que devinieron a comienzos de este siglo en las películas de mayor difusión del cine ecuatoriano, gracias a la venta consentida de copias piratas en soportes físicos. Pero, sobre todo, gracias a la inmediata aceptación de un público mayoritario que adora el cine de acción, y que se identifica con la posibilidad de ejercer la justicia vengativa por sus propias manos, ante la ausencia de una justicia formal que pueda resolver estos casos. Son películas producidas con bajísimos presupuestos y en condiciones muy precarias, que han sido ampliamente reportadas por Christian León y Miguel Alvear en su libro Ecuador bajo tierra (2009).
La película emblemática de este género es Sicarios manabitas, dirigida por Fernando Cedeño, estrenada en 2004. Después de una larga introducción, que muestra a quienes luego se sabrá que son los sicarios, cabalgando por el paisaje montubio al son de un corrido mexicano hecho en Chone, el hacendado de la zona los contrata para matar, sin que ellos sepan el motivo ni la identidad de las víctimas. Por medio de un flash back, se sabe que el hijo del hacendado fue muerto a tiros por un finquero vecino, porque el muchacho le impidió romper un cerco de la propiedad. “Lo más importante que hay aquí, es mi familia” (Cedeño, 2004, pág. 00:09:40.), dice el hacendado. En venganza, él los quiere muertos a todos los miembros de la familia del asesino y, de paso, quiere muertos también a todos aquellos que le han robado u ofendido. La película transcurre entre persecuciones y ejecuciones a balazos –a manos de unos bravos e indolentes sicarios–, y fulminantes romances de uno de los sicarios con las dos hijas del hacendado, mujeres fáciles que se entregan sin trámite ante el forastero. Cerca del final, uno de los sicarios se arrepiente ante la palabra de un pastor evangélico, pero esto no impide que lo maten, junto a los otros sicarios y al mismo hacendado. En el epílogo, una vez que todos han muerto y la casa está en manos de la viuda, los hijos que el sicario procreó en las hijas del hacendado juegan a dispararse el uno al otro. Esta es la ética del mundo montubio, de acuerdo con Sicarios manabitas.
En 2006, el mismo equipo de producción estrena Barahunda en la montaña, dirigida por Carlos Quinto. Como en Sicarios…, por un flashback se sabe que una de las hijas de la familia Zambrano fue violada por Carpo, hijo de la familia Cedeño, quien luego de la muerte de los padres biológicos ha devenido en el padre adoptivo y tiránico de sus hermanas, a quienes les impuso una madrastra que se hace servir por sus hijastras de la misma edad. Los hermanos de la chica violada aguardan por el momento de la venganza. Mientras, un trío de asaltantes se refugia en la casa de los Cedeño, haciéndose pasar por “ingenieros”. Como en Sicarios…, las hermanas anfitrionas, y la misma esposa de Carpo, se entregan a los forasteros sin ningún encantamiento previo. Solo una de ellas se conserva fiel a uno de los hermanos Zambrano. A la vez, una hermana de Carpo cultiva con el brujo de la zona, especializado en sacrificar mujeres que las entierra –con cruz católica y todo– en el patio de su casa, otra venganza contra se propio hermano tirano. Al final, en una verdadera barahúnda, la policía viene por los asaltantes, los amantes huyen y Carpo los persigue, y se matan casi todos unos a otros. Solo el amor de los amantes que lograron huir de ese mundo sobrevive. Un final feliz para el cine de acción montubio.
Ocho años después, Fernando Cedeño estrena Ángel de los Sicarios, cuyos sucesos transcurren ante todo en la pequeña ciudad de Chone y sus alrededores. Como es usual en este género, el protagonista se pasa toda la película en la tarea de vengar la muerte de sus familiares, en este caso, de su padre y su madre. Al final, el vengador muere a manos de la madre de uno de los asesinados por Ángel, estableciendo el círculo al parecer interminable de la venganza.
La mayoría de las obras de estos autoproclamados guerrilleros del cine ecuatoriano, contienen mucho del esquema y ética de las películas referidas, salpicadas con dosis de narcotráfico, cine de acción hollywoodense y melodrama mexicano. La ley del monte, de la justicia por manos propias (o contratadas) para vengar el honor herido o la muerte de un familiar, sigue siendo popular en todo el país: “Uno de los grandes piratas de Santo Domingo de los Tsáchilas aseguró haber vendido más de un millón de copias [de Sicarios manabitas]. La cifra es inverosímil, pero, aun si es solo la mitad, no deja de ser considerable. Lo cierto es que esta película está en casi todas las tiendas piratas que encontramos durante nuestra investigación” (Alvear & León, 2009, pág. 35).
Motivado por el éxito en el mercado pirata de las obras de Sacha Producciones, desde 2005, Nelson Palacios, radicado en Durán, se ha dedicado a producir incansablemente un cine autodidacta de varios intereses. Dos de sus películas, El llanero vengador y El regreso del llanero vengador, dan cuenta de un mundo montubio que comparte similares características que las del cine de acción chonero de los manabitas, pero con el filtro de una adaptación del western norteamericano. Camino del viejo rancho, La hija no deseada, El fruto amargo de la vida, son otras obras de la gigantesca filmografía autodidacta de Palacios, que también hablan del mundo montubio. En La venganza de Juan, el hombre que al inicio de la película mata a una mujer porque no acepta entregarse a él, y que luego mata también al pequeño hijo de brazos, huye del marido de la difunta quien va tras el asesino con la ayuda de su padre. El asesino se defiende con el apoyo de un colega y se inicia una persecución y tiroteo por el monte, dos contra dos. Luego de gritos y llantos por el asesinato del viudo, el padre mata al asesino y su secuaz, después de haber perdido a toda su familia, su valor más preciado. Al final, acompañado solo de su caballo, el padre, suegro y abuelo de los fallecidos, entierra sus cuerpos anegado en lágrimas. Es una ética y procedimiento muy similar a la del cine de Chone.
Dentro de la misma modalidad de producción autodidacta, que Alvear y León llamaron “bajo tierra” –queriendo decir con este nombre que es una producción ignorada por la intelligentsia del campo cinematográfico ecuatoriano–, es posible identificar otros bocetos de géneros locales, como un cine de melodrama kichwa, un cine evangélico y, seguramente, se pueda reconocer otros más. El cine bajo tierra no ha tenido empacho en copiar o adaptar descaradamente los géneros del cine de la industria y cultura anglosajonas, tarea que a la intelligentsia le despierta más de una preocupación y suspicacia.
Contrariamente a lo que sucede con el catolicismo, que no ha producido cine para promover su iglesia en Ecuador, el cristianismo evangélico ha utilizado profusamente la producción audiovisual y cinematográfica para difundir su fe. En algunas de las películas de los cineastas autodidactas de Chone, luego que sus estereotipos matan por doquier, estos se arrepienten y entregan a Cristo. Nelson Palacios ha filmado varias películas de claro interés evangelizador (Mundo real, No me dejes mamá, Buscando a mamá), y, como él, muchos autodidactas en varias provincias del país: Davis Mero realizó Luz sobre las tinieblas y Libertad en Cristo; Bárbara Morán filmó Sueño de morir. Hay, además, películas que se producen expresamente para exhibirse en canales de televisión evangélicos y en salas convencionales de cine.
Uno de los estrenos más recientes de cine evangélico “graduado”, es Con alas para volar, dirigida por Alex Jácome y estrenada en 2016, año en el que fue la película ecuatoriana de mayor convocatoria en salas convencionales, por encima de Sin muertos no hay carnaval, el último filme de Sebastián Cordero. La película, de tonalidades melodramáticas, tiene a una pareja y a su pequeño hijo afrodescendientes de protagonistas, una familia de clase media que entra en crisis por la incesante ausencia del padre, azafato de una aerolínea comercial. La crisis termina en divorcio y pleito legal por la tenencia del niño, quien arma un plan fructífero para reconciliar a sus padres, basado en la fe en Dios. Al asignarle el protagonismo, la película reconoce el empoderamiento social de una pequeña y novísima clase media afrodescendiente, que ha sido posible, entre otras razones, por la conversión al evangelismo de muchos de los integrantes de un pueblo tradicionalmente empobrecido como es el afro ecuatoriano. El evangelismo, a diferencia del catolicismo, promueve abiertamente la superación económica entre sus feligreses, para lo cual, dicen, es necesaria la educación, la abstinencia del alcohol, y la formalidad en las relaciones familiares, laborales y comerciales.
El melodrama kichwa tiene como su máximo exponente al colectivo Sinchi Samay, de origen puruwa y con base en Quito, que presenta sus películas con la marca Runawood, parodiando a la vez que emulando la marca Hollywood. Pollito 1 y Pollito 2 son sus obras más difundidas, también a través del mercado de copias pirateadas. En el “melo kichwa”, el tema es la pobreza y la marginación del mundo kichwa; la ambientación corresponde al mundo rural de los Andes, y a las barriadas de las ciudades a donde emigra el pueblo kichwa empobrecido; el rol principal es la víctima, sea niño, mujer u hombre en condiciones de debilidad; los acontecimientos giran en torno al abandono y a la migración para superar la pobreza; el valor es el amor al ayllu, en cuanto familia, comunidad y tierra.
Pollito Tigramuy (El regreso de Pollito), más conocida como Pollito 2 (León, 2010), trata del padre viudo que deja a su pequeño y único hijo al cuidado de la abuela en su casa del campo andino, para emigrar a España y ganar dinero. Pero un ladrón rompe su ilusión tan pronto llega a Quito. Sin embargo, persiste en trabajar para recuperar el dinero robado y viajar, mientras que su hijo sufre la muerte de su abuela y debe subsistir de betunero en el pueblo cercano. El padre, de pronto arrepentido, regresa a su comunidad para encontrarse con un hijo abandonado al borde de la muerte, víctima de otros ladrones. Al final, el padre jura que no volverá a abandonarlo nunca más; ni a él, ni a su tierra.
El evidente tono melodramático de este filme y el estereotipo de las situaciones, que abundan en una resolución educativa y moralizadora que recuerda algunas expresiones de la literatura indigenista, está presente ya desde La navidad de Pollito (2004), película luego conocida simplemente como Pollito 1, la obra iniciática de este conglomerado cinematográfico, tono que perdura en las producciones recientes de Runawood. El crítico Christian León se pregunta sobre el sentido del melodrama es esta producción:
¿Hasta qué punto un filme como Pollito Tigramuy afirma los estereotipos construidos por la narrativa victimizante realizada por escritores, pintores, y cineastas indigenistas? La respuesta es compleja. Por un lado, la película afirma una serie de lugares comunes que conciben al indígena como un cuerpo doliente despolitizado y apela al relato moralizador del melodrama. Por otro, sin embargo, no es posible dejar de reconocer que el lugar enunciativo de este producto difiere de la perspectiva nacionalista y colonialista de la producción indigenista. (Alvear & León, 2009, pág. 111)
El poder del arquetipo de la víctima que subyace al melodrama atraviesa toda la cultura ecuatoriana, incluida la cultura urbana y la de las clases medias. Esto explica en buena medida la popularidad de la obra del pintor de ascendencia kichwa Osvaldo Guayasamín, la general aceptación de la música pasillera y rocolera, y de la televisión y el cine melodramáticos. El porqué de esta identificación tan profunda de todo un pueblo con la víctima habría que rastrearlo hasta La Colonia, cuando el esfuerzo sistemático y de siglos de la todopoderosa Iglesia católica logró identificar a toda una población con la imagen del sacrificio doliente de Jesucristo en la cruz.
El melodrama no es patrimonio nacional. En cuanto arquetipo que subyace a ciertas vidas o a ciertos momentos de la vida, palpita bajo todas las culturas, en unas con más fuerza que otras. Pero la historia de los últimos 500 años puede explicar la fortaleza del melodrama en Ecuador y otras regiones de América Latina. La “narrativa victimizante”, por tanto, no sería propia de los indigenistas, sino de la cultura toda. Pollito 2 sería una prueba.
Por su parte, el cine graduado ha desarrollado al menos un género, que puede ser etiquetado como “cine de hacienda”. El precursor de este esbozo de género es Carlos Pérez Agusti, con sus películas Arcilla Indócil y La última erranza, de 1983 y 1985 respectivamente. Las dos adaptaciones de la literatura fueron filmadas y editadas en un soporte amateur, lo que limitó su difusión al círculo universitario de Cuenca –donde nació el taller de cine responsable de la realización–, y a otras instituciones educativas y culturales. 4“Como las películas eran el inicio del cine en Cuenca, registraban el interés de los medios de comunicación y del público. Recibíamos peticiones de espacios comunitarios, educativos e institucionales. Fuimos a Machala, Babahoyo, Quito y Guayaquil. Este era un producto cultural que prácticamente no se comercializaba. Eran presentaciones gratuitas que organizaba la Universidad de Cuenca.” (Ecuador bajo tierra 2009, 46). Arcilla indócil inicia como en una película de terror, con un hacha de las manos de alguien que se acerca a la víctima, una chica encerrada en una habitación. Pero, la muchacha toma un cuchillo y mata al supuesto asesino. La película va de la investigación que hace una periodista entrevistando a gentes del pueblo, para comprender cómo es que la chica, que llegó a la hacienda en busca de trabajo y se convirtió luego en esposa del misógino hacendado, pudo terminar de asesina del peón que el hacendado había mandado para liberar a la chica, que el hacendado encerró para enseñarle “buenos modales”.
Los dos filmes coinciden en empezar con la llegada de una persona joven a una casa de hacienda de la serranía ecuatoriana: la humilde muchacha de la Costa, en Arcilla indócil; y el joven judío errante, en La última erranza. Coindicen también en que el conflicto central se desarrolla desde la casa de hacienda y alrededor de ella. A diferencia de lo que sucederá con obras posteriores del este cine de hacienda, en los filmes de Pérez no interesa tanto la misma casa de hacienda y su significado para los jóvenes visitantes, sino la relación de la hacienda y el hacendado con la población de alrededor, e incluso más allá, interesa el ambiente rural que rodea al poblado cercano, en cuanto sociedad. Las películas de Pérez serían filmes de los restos de la ruralidad feudal.
En 1991, los hermanos Viviana y Juan Esteban Cordero estrenan Sensaciones, película que trata de un joven y egocéntrico músico muy europeizado, quien para poder crear el álbum que espera su millonario productor, se recluye en una casa de hacienda de los Andes, junto a los intérpretes que ha seleccionado para integrar la banda. La casa no tiene ninguna relación con los visitantes ni con el pasado. El entorno rural es el inspirador paisaje del páramo andino, el exotismo de los bailes kichwas y la cantina del pueblo. La casa se limita a ser el lugar retirado para crear. “A mí no me interesa hacer nada comercial. Igual, el público nunca sabe lo que es bueno. El arte es volar, no hacer números” (Cordero, Cordero, & Vicario, 1991, pág. 00:07:00), le grita uno de los músicos a su productor. Una vez en los ensayos, el director previene a sus colegas: ¡Dejen de imitar a los gringos!
Lo que definirá después al “cine de hacienda”, es el tema del regreso a la casa de hacienda, que no está presente en la obra de Pérez ni tampoco en la de los hermanos Cordero, en cuanto reencuentro con el pasado de la familia terrateniente que ha devenido en urbana y burguesa.
Impulso, de Mateo Herrera, estrenada en 2009, es probablemente la iniciadora de este esbozo de género en cuanto tal. La prolongada introducción de la película establece que la protagonista colegiala está harta de vivir en casa de su abuela y de su tía represiva, donde su madre la dejó prestada para emigrar a trabajar en el exterior. Cansada del bulling de que es objeto en el colegio y del maltrato de sus anfitrionas, la colegiala huye de la ciudad y viaja a la casa de hacienda del tío, en busca de su padre a quien no ha visto en más de diez años y de quien se sabe que merodea desaparecido por esos lares, porque “es una persona libre” (Herrera, 2009, pág. 00:40:05.). En lugar de encontrarse con el padre, se encuentra con su enigmático primo, que es quien la introduce a los escondites de la antigua casa y a los idílicos parajes del campo que rodea la hacienda y quien la introduce al amor. Las puertas, las velas y los espejos –que la tía cubre con telas negras–, se mueven, suenan o permanecen con un leve aire de misterio, que confiere a la casa un aire fantasmático, aquel que suelen tener en grado mucho más alto las casas alejadas propias del cine de terror. La película entrelaza a lo largo de la obra un sueño recurrente de la joven protagonista –la imagen idílica de un campo deshabitado–, para introducir dudas en el espectador sobre qué es real en la ficción y que es imaginación o sueño. En todo caso, la película deja al final a la pareja de jóvenes caminando juntos tomados de la mano por un prado, en el final feliz del encuentro con el amor.
La casa de hacienda, liberada por Herrera de toda relación económica presente y de su pasado feudal, es en el filme el lugar místico y melancólico donde el misterio del amor es posible, lejos de la ciudad, porque, como dice la protagonista, “el campo es más seguro, la ciudad es más bien como que más peligrosa” (Herrera 2009, 01:27:35).
En el nombre de la hija, segundo largometraje de Tania Hermida, estrenado en 2011, retoma la casa de hacienda como locación principal, con más determinación que la película de Herrera, cuyos primeros 30 minutos transcurren en la ciudad. La película de Hermida empieza directamente con la pequeña Manuela y su hermanito Camilo llegando a la casa de hacienda de sus abuelos, donde sus padres los dejan encargados porque parten de viaje a cumplir “una misión secreta” (integrarse a la guerrilla de Colombia, se sabe después). Especie de Mafalda y Guille –los personajes de las caricaturas de Quino–, Manuela y Camilo sostienen durante todo el filme un incesante debate filosófico, religioso, económico y político con sus pequeños primos y primas, quienes son apoyados por la abuela. Como en una especie de micro sociedad, en las relaciones y en el juego de primitos, se reproduce la lucha ideológica y de poder de la década de 1970 en Ecuador, que es la época a la que se refiere el filme. En un lado, están las fuerzas revolucionarias encarnadas en los pequeños Manuela y Camilo, que vienen de afuera, de Londres, donde vivían con sus padres, muy en la línea de la tesis leninista de la ideología como inoculador exógeno a la clase; en el otro lado, las fuerzas reaccionarias representadas por los primitos que viven en Cuenca, ciudad que tiene fama de conservadora.
Si en su ópera prima Qué tan lejos, Hermida verbaliza y poetiza sobre el sentido y significado de la palabra y sobre el valor del nombre propio como imagen de la identidad, mientras hace cruzar el país a su joven protagonista hasta llegar a Cuenca, en su segunda película hace lo mismo con la niña protagonista, pero ubicándola en uno solo lugar en Cuenca, en la casa de hacienda ancestral.
Guiados por la primita más grande, Manuela, su hermanito y sus primos descubren al fantasma viviente de la casa, el hermano “loco” del abuelo, reducido al encierro en lo que fue la biblioteca de la casa de hacienda. Este descubrimiento de lo prohibido, la fascinación que el tío loco despierta en los niños, y el hecho que el hombre finalmente es maniatado en camisa de fuerza y enviado al manicomio, unifica a las fuerzas infantiles antes en pugna, en pos de conseguir un solo objetivo: el regreso del tío loco, del misterio que dio sentido a la casa de hacienda, que hizo el milagro de unir a los contrarios. Al final, la realidad se impone sobre la ilusión: el loco nunca vuelve y los padres vienen a recoger a Manuela y Camilo, quienes dejan la casa con un aire de “ser más grandes”. “Y si casi todo está en la imaginación, ¿qué está en la realidad?” (Hermida, 2011, pág. 01:27:40), pregunta Camilo a su hermanita mayor, frente a lo cual la sabelotodo Manuela ya no tiene respuesta. Mientras se aleja de la casa, Manuela mira al hijo de la criada en silenciosa despedida de quien despertó en ella el asomo de un primer amor preadolescente.
En la película En el nombre de la hija, la casa de hacienda se ubica en un entorno económico presente, de explotación de caña de azúcar, en relación a un pasado feudal que pesa abrumadoramente, en la relación servil que la “criada” de la casa y su hijo mantienen con los “niños” y “niñas” (como ellos, en señal de respeto, llaman por igual a niños y adultos), en el peso de la religión católica y sus prejuicios de clase, familiares, de género, raciales y sexuales. A la vez, la casa es el escenario de la lucha de lo viejo y lo nuevo, y también el espacio para la imaginación, para la reconciliación, para el primer amor, lejos de la protección y control de los padres.
Feriado, de Diego Araujo, estrenada en 2014, arranca también con la llegada del protagonista a la casa de hacienda, Juanpi, el silencioso muchachito sobrino del propietario. “Está todo igualito” (2014, pág. 00:04:10), dice la madre del chico mientras este recorre con su mirada cada esquina de la inmensa casa. Con el grupo de primos y primas adolescentes y con tíos y parientes, empieza la fiesta del carnaval y la aventura juvenil, que desde la primera noche amenaza con ser de amor con la prima más guapa. Un intento de robo desata una persecución de todos los hombres de la propiedad, hasta detener a uno de los ladronzuelos, a quien el tío y sus congéneres caen a golpes hasta dejarlo desfallecido. Juanpi huye del lugar espantado de tanta violencia. En la huida, es confundido con uno de los ladrones que logró escabullirse, lo que le obliga a escapar junto a él hasta la rústica casucha donde vive este joven y atractivo trabajador. A partir de entonces, el sobrino rico del banquero de la ciudad descubrirá, de manos de Juan Pablo, su nuevo amigo del pueblo, cómo es la vida de la ruralidad, mientras desarrolla una atracción erótica hacia él. Cuando Juan Pablo viene a visitar a Juanpi a su departamento en un lujoso edificio de Quito, Juanpi besa a Juan Pablo, quien lo acepta por un momento y luego lo rechaza. Al final, Juanpi vuelve al poblado donde vive su amigo, para entregarle por escrito su declaración de amor, pero Juan Pablo la devuelve porque él es heterosexual. “O sea que te gustan los hombres”, le dice a manera de pregunta la prima más guapa, a lo que Juanpi contesta: “No sé… creo que sí”.
La casa de hacienda en Feriado es prosaica, alejada del misterio. Si bien se muestran muy a la ligera las relaciones de trabajo doméstico, las de la producción no existen. Es una hacienda tipo hotel o casa vacacional, donde el banquero descendiente del hacendado, rodeado de su familia y empleados del banco, viven los días del feriado bancario de 1999 en Ecuador (de ahí el nombre del filme), escapando de la persecución judicial. Para el chico protagonista, la hacienda ampliada es el espacio de la maduración, de la aceptación de la amistad con las chicas y del descubrimiento del deseo homosexual. Otra vez, lejos de la ciudad y el control parental.
En Sed, de Joe Houlberg, estrenada en 2016, la joven y ciega Sara llega en plan de fin de semana a la casa de hacienda familiar, acompañada de su prima Caro y de sus respectivos novios. Desde la primera noche, las dos parejas se escuchan y espían mutuamente. Sara quiere follar, pero su novio Jota la rechaza sembrando un misterio sobre el porqué; mientras Caro y su novio Pedro follan ruidosamente. Así inicia el desate de impulsos y deseos contenidos, que pone en peligro las relaciones de las parejas y las primas. Sara recorre a tientas la casa, recordando su niñez, su relación que parece de ternura con “Segundito”, como “la niña Sara” sigue llamando al viejo siervo que aun presta sus servicios cuidando la hacienda. Caro se ofrece sexualmente a Jota, pero este tampoco acepta. Pedro espía el diario de Jota y descubre una serie de dibujos de Sara que sugieren una relación perversa. Jota sorprende a Pedro y a Sara masturbándose el uno al lado del otro. Jota mata a Pedro en presencia de la ciega Sara. Sara huye, se encierra en la habitación, y recuerda: de niña, sorprendió a su padre follando con su niñera, una joven y hermosa mujer kichwa. En el recuerdo, Segundito encuentra a la niña Sara mirando lo que no debe ver, y le cubre los ojos: “Cierre los ojos, niña” (Houlberg, 2016, pág. 01:06:05), le dice. Es el indicio del origen de su ceguera. Finalmente, Sara folla a su arrepentido novio, que no para de llorar. Luego de la catarsis, Sara se aleja de la casa, sola y sin ayuda, porque ha recuperado la visión.
En Sed, la casa de hacienda es el espacio para el misterio y para el recuerdo de la infancia. Lo que al inicio parece ser el vínculo cordial entre los herederos de la hacienda con lo que queda de su servidumbre, se descubre después como la relación perversa de abuso sexual del patrón, y de consentimiento de ello por los siervos. Es el karma del pasado feudal que rompe las relaciones del presente. En Sed, no existen relaciones de producción en torno a la casa de hacienda, ni pasadas ni presentes. La casa funciona como el hotel de fin de semana. Para la protagonista, la casa es la causa de su ceguera visual y emocional, y es también la fuente de su sanación.
La producción hacendataria, basada en el poder feudal del terrateniente, en la servidumbre de los pueblos kichwas de la Sierra ecuatoriana, y la casa de hacienda como su centro de control, tuvo un peso central en la economía ecuatoriana hasta terminado el siglo XIX. Durante el siglo XX, hasta empezada la década de 1970, el poder de los hacendados feneció ante las reformas liberales y el desarrollismo capitalista, y la centralidad rural-hispanófila cedió a la centralidad urbano-anglófila. Los rezagos del feudalismo todavía se viven en la sociedad, y las casas de hacienda aún quedan a lo largo y ancho de la serranía, como vestigio de un sistema social oprobioso para los descendientes de quienes lo sufrieron, y como añoranza para los descendientes de quienes lo disfrutaron. De esta encrucijada histórica y cultural da cuenta el cine de hacienda, cada realizador a su manera.
El tema de este género es el regreso desde la urbe a la ruralidad de la hacienda de la infancia, propia o referida; la ambientación es la casa de hacienda como el lugar del misterio –que puede devenir en terror–, opuesto al racionalismo de la nueva generación urbana; el rol principal corresponde a la pre-adolescencia, adolescencia, o juventud que regresa; el acontecimiento es el regreso, el re-descubrimiento del misterio y del amor; el valor es la añoranza de un tiempo pasado, anterior a la presión y razón de la ciudad. Si esto se cumple en los cuatro filmes, estaríamos en presencia de un género ecuatoriano, realizado por directores del cine “graduado”, aquel que corresponde precisamente al de los descendientes del sistema hacendatario, gente que disfruta de la tradición “culta” y de los recursos necesarios para la “graduación”.
La delimitación de estos grupos de películas, y la descripción de sus características “genéricas” que los constituyen, da cuenta de la existencia de géneros o embriones de géneros propios del campo cinematográfico ecuatoriano. Esto da cuenta de reales convergencias entre producción y recepción del cine. Por tanto, el reconocimiento de estos géneros, y de otros que habría que identificar, establece posibilidades de desarrollos de la producción que dependan más del público que del auspicio del Estado. Como sucede con la industria.
El género, conforme a Mckee, antes que una camisa de fuerza que inhibe la libertad –como suele ser visto por los defensores del “no género”–, es un camino para una creatividad que mira en el público su complemento. “Las convenciones de los géneros son el esquema de rima de un ‘poema’ narrativo. No inhiben la creatividad, la inspiran. El reto consiste en mantener las convenciones a la vez que evitar los clichés” (McKee, 2006, pág. 121).
Obras citadas
Filmografía