Paulina Simon Torres11 Escritora, crítica de cine, docente universitaria. Combina su amor por el cine con la escritura. Su última publicación, La madre que puedo ser, ha recibido excelentes críticas en América Latina.
Writer, film critic, university professor. She combines her love of cinema with writing. Her latest publication, La madre que puedo ser, has received rave reviews in Latin America.
Autora independiente, Ecuador
La autora presenta a Miyazaki, el director y cabeza creativa de las producciones del Studio Ghibli. Hace un breve y sentido resumen de su obra a la que juzga amplia, profunda, llena de simbología, que responde a su propia cultura, a fragmentos vívidos de su biografía, pero también a su amor por la literatura, a sus propios homenajes a sus autores predilectos, a la pintura del siglo XIX; a su modo tan particular de ver el mundo, de ser crítico con la guerra, con el progreso descontrolado, con la industrialización y la robotización de la sociedad
The author presents Miyazaki, the director and creative head of the Studio Ghibli productions. She makes a brief and meaningful summary of his work, which she considers wide, profound, full of symbolism, which responds to his own culture, to vivid fragments of his biography, but also to his love for literature, to his own tributes to his favorite authors, to the painting of the XIX century; in its particular way of seeing the world, of being critical of war, with uncontrolled progress, with industrialization and the robotization of society
Cine de animación; Miyaz/aki; Studio Ghibli
Animation film; Miyazaki; Studio Ghibli
Studio Ghibli: significa viento cálido que sopla en el desierto del Sáhara y era un apodo usado para designar a los aviones italianos que exploraban la zona del Sáhara durante la segunda guerra mundial. Miyazaki y Takahata querían adaptar el significado a “soplo de aire fresco en el mundo de la animación japonesa”.
Manuel Robles, 2013
Cuando tenía unos 8 años nos levantábamos todos los sábados con mi hermano a las 6 de la mañana para poder ver unos dibujos animados raros que solo daban ese día y de los que no teníamos ninguna pista. No se parecían a las otras cosas que veíamos habitualmente entre semana, Los Picapiedra, Los Supersónicos, Don Gato o La Pequeña Lulú. Por alguna razón estos dibujos siempre aparecían cómo de la nada, sin una introducción, sin título. Empezaban, nos cautivaban y desaparecían sin dejar ninguna señal de su proveniencia hasta el siguiente sábado. Me encantaba la extrañeza de la trama y el tipo de dibujos un poco irregulares. Conan, un pequeño salvaje, algo parecido a Mowgli del “Libro de la Selva”, pero menos inocente y más un superviviente de una guerra nuclear, se encuentra con otros dos niños Lana y Gimsi, en una isla y los tres se vuelven una pandilla que trata de huir y vencer a un malvado ejército. Lo único que mi hermano y yo sabíamos es que el héroe, Conan, era maravilloso y que del mismo modo en que apareció de la nada a las 6:00 de los sábados, desapareció. No lo volvimos a ver más y quedó en mi mente como un recuerdo nebuloso de la infancia.
Me demoré casi 20 años en recordar a Conan; volvió a aparecerse en mi vida como un sueño y pude identificarlo por primera vez. Era un anime, un concepto con el que no me había relacionado nunca en mi infancia ni en mi juventud. Un dibujo animado japonés dirigido por el gran Hayao Miyazaki. Esa había sido su primera serie unos pocos años ante de fundar el Studio Ghibli y cambiar el universo de la animación no sólo japonesa, sino del mundo.
Pero antes de llegar a reconocer a Conan, conocer por primera vez a Totoro, a Chihiro, a Sophie, a Ponyo y a muchos personajes fascinantes salidos de la imaginación de Miyazaki y sus colegas animadores, hice un breve camino para tratar de entender una pequeña porción de todo lo que el riquísimo cine de animación tiene para ofrecer.
En mi trayectoria profesional nunca se había cruzado la animación de manera seria hasta que tuve la oportunidad de trabajar en el Festival de Cine Infantil y Juvenil Chulpicine, el único festival de esta índole en el Ecuador, que al momento en 2019, cuenta con 18 ediciones. Yo empecé a trabajar cómo comunicadora del evento, pero para hacer mi trabajo tenía que ver la programación, conocerla bien, comprender los términos en los que el programador se relacionaba con cada obra y cómo se analizaban en función de la edad y los intereses del público. Un universo fascinante, amplio y desconocido para mi. La animación con diálogos, la animación sin diálogos, la imagen real, las imágenes con música, las que pueden ver niños que no saben leer, las que están dobladas al español y las que rara vez o casi nunca se presentaban subtituladas.
El festival contaba y cuenta hasta hoy con un público amplísimo: niños desde los 0 años en adelante y su modelo ha sido siempre la itinerancia. Al inicio solo en el Distrito Metropolitano y después también en provincias, incluso tan lejanas como las provincias amazónicas.
En algún momento de la preparación de la edición que se exhibiría en 2009 el programador se ausentó y fue mi oportunidad de tomar su lugar. No fue un trabajo sencillo, pero estar cerca de Francisca Romeo y Vanessa Vergara, fundadoras del festival y apasionadas del tema, era cómo estar en un paraíso del cine infantil y juvenil. Ellas desbordaban ideas, conocimientos, certezas y amor por su público. La programación se elegía con ciertos criterios, comprendiendo desde el tema, el contenido, los personajes, algún mensaje o no, que la película podría transmitir y sin que esto haga que la película pueda caer en ningún tipo de proselitismo que se evitaría a toda costa. Un análisis de la técnica, el ritmo, el color de la animación. Pero sobretodo, elaborar la programación iba siempre de la mano de un conocimiento empírico amplio. Ellas habían recorrido más de 20 parroquias en las diferentes administraciones zonales de Quito. Habían proyectado en iglesias, teatros, escuelas, centros culturales, casas parroquiales, paredes del barrio. Funciones en el día, en la tarde, en la noche. A niños muy pequeños, a abuelos muy ancianos y analfabetos, a madres, padres, hermanos, maestras, trabajadores de toda índole. Y por eso ellas sabían que cada programación que se preparaba tenía no solo una cierta duración, sino que combinaba países de proveniencia, ideas, formatos, género, sentido del humor, tipos de animación: stop motion, digital, 2d, etc. Y para cada lugar se preparaba dos o tres programaciones y se decidía cuál usar una vez que el aforo estaba lleno y se podía analizar el público, sus intereses, edades, la hora. No existían factores aleatorios, no se llegaba a un lugar y se ponía cualquier película, había una lectura por parte del equipo sobre cada lugar que visitaban, porque la idea era provocar una experiencia valiosa. En muchos sitios a los que llegaba el festival, para muchos niños era la primera vez que verían cine en sus vidas.
Chulpicine ha sido desde su origen un festival que reclama la soberanía audiovisual, el derecho de los niños y jóvenes y de toda la familia de acceder a contenidos de calidad, de verse reflejados, de vivir una experiencia estética, a partir de una programación ética y ese fue mi mayor aprendizaje durante los años que tuve el honor de colaborar con este increíble evento.
Entre 2013 y 2016 programé dos salas públicas de Quito, en las que luego de mi experiencia, intenté privilegiar que exista un espacio de programación infantil, siempre con la ayuda y el consejo de las buenas amigas de Chulpicine y aunque aprendí mucho de ellas, no siempre pude poner en práctica todas sus enseñanzas. La programación de contenidos infantiles y juveniles es una labor titánica porque los cortos y las películas de cine independiente y de calidad, hay que buscarlas casi debajo de las piedras: país por país, director por director, entre festivales colegas, entre distribuidores nobles, entre amigos. Y no siempre era sencillo acceder al material. En mi experiencia en las salas de cine, tratábamos de aliarnos con Embajadas, pero no siempre tenían contenidos infantiles, o los derechos de estos, o las películas en español. Una tarea realmente cuesta arriba. En ese sentido fue que un día para el espacio que había inventado con la colega con la que trabajábamos en la sala de cine de Flacso, llamado “Guagua Cinema”, nos habíamos quedado ya sin programación accesible y sucumbimos a la tentación de exhibir una película para niños, pero en su idioma original con subtítulos, yendo en contra de la regla número uno que había aprendido en Chulpicine. Al no tener más películas para este espacio no tuvimos otra opción que aceptar la generosa colaboración de la Embajada de Japón de exhibir una tal película Mi vecino Totoro, en japonés con subtítulos en español. Cinta que, a pesar de estar sugerida para niños desde 5 años, sabíamos que esos niños no podrían leer. Seguimos adelante con el plan.
En ese momento mi primer hijo tenía 2 años y medio y decidimos aprovechar para que esta sea su primera función en el cine. Era una sala ideal para ese fin porque el volumen no se ponía demasiado alto, algo que regularmente molesta mucho a los niños pequeños en las multisalas. Y era un ambiente familiar en el que no sería problemático salir o volver a entrar si el niño se cansaba.
Y así fue como conocimos por primera vez, mi hijo a sus dos años y yo a mis 32, a Totoro. Ni él ni yo pestañeamos durante toda la función. Los subtítulos no fueron un impedimento para él para poder a su corta edad fascinarse con un universo fantástico colorido, lleno de magia y plasticidad. Los fondos de la naturaleza y sus colores desbordantes como si fuera un cuadro impresionista, los sonidos del viento, de la noche, de las carcajadas del padre, de las puertas viejas. El color de los seres del polvo, el olor del arroz, la intensidad de la lluvia. La felicidad y la añoranza de dos niñas pequeñas que están separadas de su madre, porque ella está enferma, pero que se consuelan con la amistad del enorme y majestuoso rey de bosque, Totoro y un pequeño séquito de amigos fieles. El viaje en el inmejorable Gatobus. Cada escena, cada nueva situación, cada aventura de la pequeña Mei y su hermana mayor Satsuki sucedían frente a nuestros ojos cautivos. Cuando se terminó sentí una emoción tan honda de que esa haya sido nuestra primera experiencia en el cine con mi hijo, que unos años más tarde me tatuaría un Totoro en el brazo derecho en honor a esa tarde de aprendizaje y magia. Sí, efectivamente las personas del público me reclamaron por el tema de los subtítulos, es verdad, no era el tipo de proyección a la que estaban acostumbrados y tampoco sentían que era posible para los niños experimentar la película sin la necesidad de leer. Me disculpe, pero sentí que había sido una regla que valió la pena haber roto, aunque sea por esa única vez.
Así conocí a Hayao Miyazaki, en mi vida adulta, ignorante de que existía desde 1988 una obra tan maravillosa como Mi vecino Totoro en el universo de la animación. Gracias a internet y a una brevísima bibliografía en español diseñada por fanáticos del anime descubrí que Conan, el niño del futuro, ese dibujo animado que me había impresionado tanto de niña era del mismo animador. En ese momento entendí cómo una experiencia estética podía ser tan esencial en la vida de un niño que a través de su mirada se va llenando de contextos, de nociones, de texturas con las que más adelante tratará de comprender el mundo o interpretar el arte, y tantas situaciones de su vida también, en función de aquello que ha visto a través de una pantalla.
Conan y Totoro, hijos del mismo padre, el gran Miyazaki que, sin ser el animador más famoso por nuestras tierras dónde hemos crecido viendo casi únicamente la animación de Disney, ya era a finales de los ochenta el animador más prominente de Japón y su obra empezaba a verse en el mundo entero con interés y curiosidad. En occidente conocíamos sus series, Marco y Heidi, pero a pesar de su belleza y de haber marcado a una generación no tenían el impacto en su audiencia como para reconocer en ellas al autor que más tarde será el director nipón.
Hayao Miyazaki nació en Japón en 1941, su padre tenía un negocio en el que fabricaban timones para aviones de guerra. En su niñez creció entre esa pasión por los aviones y la fascinación infantil por toda la artillería de esos años de guerra en los que se desarrolló su infancia y juventud: tanques, barcos, siempre los aviones, literatura bélica; pero también fantástica. Lector de C.S. Lewis (“Las crónicas de Narnia”, “Alicia en el País de las maravillas”) o Jonathan Swift (“Los viajes de Gulliver”), cuyas influencias nunca ha ocultado. Admirador de las figuras femeninas representativas, empezando por la de su madre. Desde 1963 empezará su carrera como intercalador, que en el lenguaje del anime significa: el que “se encarga de realizar los dibujos que hay entre posiciones clave. Era un trabajo adecuado para los que empiezan” (Robles 2013, 7).
Y en adelante trabajará en varios estudios de animación hasta fundar en los setentas junto a otro gigante de la animación, Isao Takahata (quien falleciera el año pasado) el Studio Ghibli con el que iniciará una loca travesía por el mundo del anime, el manga (que son los cómics japoneses), algunas series, videos musicales, una enorme cantidad de merchandising (productos de sus películas con los que muchas veces han recuperado más dinero, que con las películas en sí) y su museo en Tokio, abierto al público en 2001 y que recibe millones de visitante anualmente. Las obras de Miyazaki son distintas a lo que hemos estado tan acostumbrados: narrativas simples, de aventura y romance. En el universo de las películas producidas por Studio Ghibli siempre hay una batalla importante que librar, hay elementos de universos fantásticos paralelos que aportan en el desarrollo de las tramas, hay siempre magia, naturaleza desbordante, peligrosa y también en peligro. Pero ante todo el viaje de una heroína hacia la conquista de sus objetivos. Manuel Robles, estudioso de la producción de Studio Ghibli desde sus inicios comenta: “Aunque Miyazaki sea una excepción a la norma, el trato que se le dispensa a la mujer en las animaciones (y en la sociedad) no suele ser el mejor: a menudo presentada de forma irreal, en otras como la pobrecita víctima de un rapto que espera la llegada del príncipe azul que le rescate. Es curioso como Miyazaki trata un tema como ese en una sociedad tan machista como la japonesa. Sin duda, para algunos japoneses las ideas de este director podrían ser consideradas como ciencia ficción” (Robles 2013, 60).
Y dentro de esas nociones que parecen de ciencia ficción aparecen las heroínas dispuestas a transformar el mundo, vencer al enemigo, salvar a sus padres, sacrificar la vida por los amigos, por los animales por la naturaleza. Satsuki intentará proteger a su hermana del miedo que siente frente a la enfermedad de la madre; Mei descubrirá a Totoro y al hacerlo se volverá también un poco más dueña del bosque, de su futuro y sus temores. Más tarde en la filmografía de Miyazaki conoceremos a Kiki, la aprendiz de bruja (1989), que aceptará ser independiente de sus padres a temprana edad para encontrar su verdadera vocación y en el camino iluminar a otros en sus propios descubrimientos. Por su parte Chihiro deberá enfrentar el destino de esclavitud y liberar a sus padres, y a su amigo Haku, enfrentándose a una malvada hechicera, los caprichos y la suciedad de los dioses, la avaricia de los esclavos y la posibilidad de olvidar su propio nombre. El viaje de Chihiro será la primera película de Studio Ghibli que reciba el Óscar a Mejor Película Animada y el Oso de Oro en Berlín en 2001.
En 2004 recibirán otra nominación por El castillo ambulante (2004) película en la que Sophie con su bondad, a pesar de haber sido embrujada y ser una niña en el cuerpo de una anciana, ayuda a Haku a salvar su alma luego de una peligrosa guerra. Todavía falta mencionar a Nausicaa una de las primeras heroínas de Miyazaki y a la princesa Mononoke y a la sirenita Ponyo, heroínas, idealistas, protagonistas fuertes y ambiciosas, nobles y decididas. Ninguna de sus luchas será infructífera, no estarán solas en sus viajes. El propio Miyazaki ha dispuesto a lo largo de sus caminos ayudantes, pócimas, espantapájaros, gatos, ratones, niños, pequeños consuelos y grandes apoyos en sus travesías de liberación e independencia. Además, les acompañarán el mar, el cielo estrellado, el bosque todos en su máximo esplendor.
Aquí menciono apenas algunas de las películas en las que Miyazaki es el director, sin contar con muchas en las que es cabeza creativa o guionista dentro de las producciones del Studio Ghibli. Su obra es amplia y profunda, está llena de simbología, responde a su propia cultura, a fragmentos vívidos de su biografía, pero también a su amor por la literatura, a sus propios homenajes a sus autores predilectos, a la pintura del siglo XIX; a su modo tan particular de ver el mundo, de ser crítico con la guerra, con el progreso descontrolado, con la industrialización y la robotización de la sociedad.
Conocer a profundidad la obra de este maestro tomará años, pero serán años bien invertidos en alimentar la conciencia y la mirada con narraciones complejas, de gran belleza estética y con una visión ética del mundo, de la civilización y la humanidad.
He llegado a Miyazaki sin saberlo en mi propia infancia gracias a las visiones del futuro que me llegaban a través del pequeño Conan y sus valientes amigos; luego he llegado a él gracias a mis oficios en el cine y mi breve pasaje por la programación de cine infantil.
Y lo he descubierto un poco mejor ahora, gracias a esa primera tarde con Totoro y luego gracias a las miradas nuevas, curiosas y desprejuiciadas de mis hijos que se alimentan con la extrañeza de un castillo que camina, vuela, anda y respira; de un dios de la mugre que tiene adentro de su cuerpo clavada una bicicleta, de un pececito que se vuelve niña y una diosa que levanta todo el océano hasta encontrarla.
Espero seguir creciendo junto a mis hijos en este gusto adquirido que es la animación infantil, y sobre todo, esta pasión que es el anime y la obra de Studio Ghibli que ha pintado para el mundo entero durante ya 34 años un panorama de ilusiones que nos sigue tocando el corazón y removiendo en nuestra mente la habilidad de entender otras formas de narrar y de entender el mundo.